que no llamase a tu puerta.
Que no pisase de noche
las piedras de tu calleja.
Siendo guajes le tiraba piedras y, si en un descuido conseguía agarrarle las trenzas, negras como el carbón de la mina, las exprimía con rabia. Le hacía daño. Ella, risco-pisco y morrona, ligera como el viento y sin pelos en la lengua, le pegaba patadas y le escupía y se le cagaba en todos los muertos y le azuzaba los perros. “Aldiana“, la empujaba el señorito con desprecio, y en los inviernos ella caía de culo al suelo y se le destrozaban los vestidos. “¡Aldiana, nun yes más q’una aldiana y una fía de pú!“ se desgañitaba el rubio, volvía a escupir ella y echaban a correr cada uno a sus vidas, tan abismalmente diferentes como también lo eran sus rasgos.
Carme bajaba a La Mora y se comía con bilis la miseria, a una madre que casi era tan cría como ella y que se preocupaba más de andar tras de los pantalones que de cuidarla a ella, el despiste que la llamaba, su hija mayor de padre desconocido. Como todos los que la siguieron. Pulgarcita, cara redonda, tez moruna y el inconfundible arco nasal de quien hunde sus raíces en el norte de África, a Carme nadie la había llamado a este mundo más que eso, el despiste, la mala suerte de una noche tonta entre los bardiales de la carretera que bajaba a Pravia y el infortunio de Consola, la madre niña que se rebelaba contra el padre que se había gastado en vino y naipes el dinero que ella necesitaba para andar señorita por la Puerta del Sol de paseos y merengues. A Consola, la hija de dos criados bien, el señor de la casa donde su madre limpiaba la plata solía regalarle frascos caros de un perfume de mimosa y aquel olor fue lo único que pudo mantener de la vida que había tenido en su infancia cuando el padre, arruinado del mucho beber y el poco trabajar, la arrastró junto a su madre y hermanos a una casucha infame en Asturias, en su pueblo natal. Bajo un árbol de mimosa, dejándose llevar por los recuerdos, había concebido a Carme y, quizá por eso, la cría nació voluble y nerviosa como las flores de aquella planta. En el peor momento, cuando no había nada para comer ni para criarla ni en la mesa ni en las tetas adolescentes de la madre, así que Carme quedó pequeña, pequeñísima y menuda; con toda la belleza que había debido de tener su cuerpo concentrada en la cara morena.
El negativo del Rubio. El chaval -hijo de ricos, alto y espigado, moderado y tirando a soso- le sacaba al despiste unos cuantos años, pero no fue consciente de su existencia hasta que se la comenzó a cruzar de casualidad cuando ella subía al monte, a llindar, y él bajaba a la escuela a estudiar, atada la mano a un manojo de libros que Carme no iba a saber leer ni en ese momento, ni en la vida. ¿Cómo había podido ocurrir, en un pueblo tan pequeño, que dos personas, aun de dos mundo tan diferentes, no se hubieran visto nunca antes? Él, hijo único y sobre protegido de los padres, no solía salir del pueblo más que para bajar al colegio o ir a la escuela a los domingos, no fuera a rasparse las rodillas; de cuando en cuando a que la modista le tomara las medidas para ir adaptando la ropa cuyo único objetivo, sospechaba él, era sostener todos los lazos y encajes que su madre coleccionaba con fruición. El Rubio era un señorito de aldea que iba para notario, con destino en la villa y al que, por tanto, poco le aportaba conocer a los aldeanos como Carme. Podría, pensaba la madre del Rubio, pegársele al heredero las maledicencias que la gente como Carme soltaba por la boca a la menor ocasión o, Dios no lo quisiera, el poco esmero en el vestir que se estilaba entre lo de la Mora, donde el must no pasaba de ser la tela de arpillera mal cosida. Aunque su padre, tratante que había de llevarse bien con todo el pueblo so pena de quedarse sin clientela, conocía a la perfección aquellos caminos intrincados de una aldea imposible de empinada y agreste, la madre del Rubio evitaba siempre, en la medida de lo posible, pasar por casas como la de La Mora.
Así que la enemistad entre el Rubio y el despiste fue cosa del ídem de la madre y de la casualidad de una mañana de primavera en la que Carme subía, como un reguilete y arremangándose la falda impúdicamente, al monte y el Rubio bajaba hecho un pincel a estudiar. A la cena de aquella noche, al contarle a la madre la impresión que le había causado ver a una moza tan pobre y, sin embargo, aparentemente tan alegre, el Rubio se comió una hostia de las que son preventivas para las hostias futuras. De las de la Mora no se hablaba en la casa del tratante porque había asuntos más importantes que tratar: por no tener, ni ganado tenían; sobrevivían de la caridad de los vecinos que, de cuando en cuando, las dejaban cuidar de sus animales, ayudarles con la tarea. “Y Dios sabe de qué más”, murmuró la madre del Rubio con rigor, asiendo el tenedor con violencia. “Mañana te acompaño a la escuela”, sentenció la mujer. “Fulanita, por Dios”, se atrevió, por fin, a hablar el tratante. “El tu fíu nun tien ya edá de tar bajo la falda la madre.” La mujer volvió a apretar el cubierto, pero él supo cómo reaccionar a tiempo. “Qué van decir los vecinos.” Touché: si algo era capaz de convencer de lo imposible a la mujer del tratante, era la mención al qué dirán.
Qué dirán y qué diremos, la cuestión es que el Rubio aprendió que debía odiar, por alguna razón que sólo ella conocía, a aquella moza descarada que, muy pronto, comenzó a soltarle exabruptos así, a lo gratuito, a cuento de los lazos de su vestimenta. Así que él respondía. Le tiraba piedras y, si en un descuido conseguía agarrarle las trenzas, negras como el carbón de la mina, las exprimía con rabia. Le hacía daño. Ella, risco-pisco y morrona, ligera como el viento y sin pelos en la lengua, le pegaba patadas y le escupía y se le cagaba en todos los muertos y le azuzaba los perros. “Aldiana“, la empujaba el señorito con desprecio, y en los inviernos ella caía de culo al suelo y se le destrozaban los vestidos. “¡Aldiana, nun yes más q’una aldiana y una fía de pú!” se desgañitaba el rubio, volvía a escupir ella y echaban a correr cada uno a sus vidas, tan abismalmente diferentes como también lo eran sus rasgos.
Continuará porque, un día, al Rubio se le cayeron los libros al pasar al lado del Despiste, y los ojos negros de una se cruzaron con los azules del otro,
… y así, mirando y mirando,
así empezó mi ceguera…