Qué nos pasa, por Enrique Murillo

Publicado el 07 septiembre 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Editorial Destino. 176 páginas. 1ª edición de 2002.
En 2013 comenté en el blog cuatro libros de la editorial Los Libros del Lince. Después de los dos primeros (El peor de los guerreros y Yo, precario), su editor –Enrique Murillo (Barcelona, 1944)- me envió a casa los recomendables libros de relatos de Marina Perezagua. Además, también me regaló dos libros escritos por él: éste que comento hoy, Qué nos pasa, y La muerte pegada a las uñas, que comentaré la semana que viene. Ya he hablado aquí, más de una vez, del desbarajuste que tengo de libros por leer, comprados, regalados, acumulados… A comienzos de este verano decidí intentar poner cierto orden a la montaña de los, por mí llamados, libros inleídos, y me pareció que después de un año debía ya acercarme sin más demora a aquellos libros que Enrique Murillo tan amablemente me envió a casa dedicados de su puño y letra.
Enrique Murillo ha trabajado durante muchos años en el mundo editorial. De hecho, es famoso por haber pasado por casi todas las grandes editoriales de España. Fue, por ejemplo, el lector que le recomendó a Jorge Herralde la publicación de La conjura de los necios de John Kennedy Toole en Anagrama. También ha traducido a importantes autores del mundo anglosajón, como Henry James, Vladimir Nabokov o Martin Amis.
Los primeros libros de Enrique Murillo aparecieron en la editorial Anagrama. Después de un largo periodo sin publicar (he buscado la bibliografía de Murillo en internet, para saber de cuántos años fue este parón, pero no la encuentro), apareció Qué nos pasa, en la editorial Destino.
El protagonista de esta novela es Arturo, un verdulero que “jamás en los cincuenta años de su vida había salido de su ciudad” (pág. 22); por alguna alusión (por ejemplo, nombrar el mercado de la Travesera) podemos deducir que esa ciudad es Barcelona. Qué nos pasa comienza en un aeropuerto. Arturo nunca ha sido un turista, pero tras haber ganado un boleto de lotería decide entrar en la agencia de viajes que está enfrente de su comercio y contratar un viaje organizado de cinco días que le llevará a visitar Atenas.
La narración en tercera persona nos presenta a un Arturo irascible, violento: “Lo cierto era que cuando dejaba que la ira asomara a su rostro no resultaba fácil llevarle la contraria. Si quería, podía parecer peligroso. Incluso serlo.” (pág. 15) En el periodo de sus vacaciones en Atenas va a cumplir sus cincuenta años. El destino elegido para las primeras vacaciones de la vida del protagonista no es casual: desde niño, desde que descubrió sus formas clásicas en un cromo que acompaña a un bollo, ha soñado con el Partenón. Al Arturo niño siempre le agobió convertirse en una persona cuyos días fuesen una repetición unos de otros; como paradigma de lo que nunca quería ser estaba el papelero de su barrio, quien regentaba un negocio que le fascinaba gracias a las promesas de los libros de aventuras y además porque vendía el material para satisfacer su más grande afición: la papiroflexia. Desde no hace mucho, Arturo está divorciado; su mujer le dejó tras descubrir una infidelidad. Desde entonces vaga por los bares de divorciados y de vez en cuando tiene suerte y encuentra a alguien que caliente su cama durante una noche. Dije más arriba que Arturo siempre ha soñado con el Partenón, pero no simplemente con verlo, sino que ha vivido convencido de que los hombres acaban alcanzando en algún momento de sus vidas la conciencia de una identidad propia, y para él esa conciencia (o “destino”) ha de venirle dada, como una revelación, una vez que se acerque al Partenón. Él no se considera un turista en Atenas, sino un peregrino. “Soy un hombre que está a un paso de cumplir su destino. Al fin seré el dueño de mis días”, se dice a sí mismo desde la ventana de su hotel.
Ya he comentado también que la novela está escrita en tercera persona, pero muchas veces, siguiendo la técnica del estilo indirecto, se acerca a la voz del personaje. Así es frecuente que se reproduzca un lenguaje oral muy cotidiano: “La desfachatez de su fisgoneo, quién le habrá dado vela.” (pág. 14); “Pero estaba relajado, de vacaciones, qué diantres, y no quería peleas.” (pág. 30)
Arturo evita durante los primeros días de sus vacaciones acercarse al Partenón, o mirarlo siquiera, a él se acercará al final del viaje, una vez cumplidos los cincuenta años. Mientras tanto se dedica a evitar las excursiones que propone la agencia de viajes, y deambula por la ciudad, emborrachándose o intentando conseguir sexo (ligando o de pago, ambas cosas le ocurrirán con bastante facilidad). No tendrá más remedio que relacionarse con un grupo de tres mujeres españolas que han viajado con él, con las que ya tuvo problemas el primer día en el aeropuerto; además, empieza a sentirse peligrosamente atraído por una de ellas, Adela.
La novela está escrita en un tono bufo, un tanto disparatado. Sin haber leído demasiado a Eduardo Mendoza, he pensado en la prosa más irreverente de este autor como en una posible influencia.
Las partes en las que el narrador reflexiona sobre el pasado de Arturo, sobre sus consideraciones filosóficas de la búsqueda del destino, me han resultado un tanto artificiosas. Me cuesta creer en la existencia de este verdulero ilustrado, con marcados brotes de agresividad, aficionado a la papiroflexia y gran conocer de la historia y de los mitos de Grecia. En más de un momento, a quien en realidad he visto ha sido al autor, Enrique Murillo, creando un personaje un tanto disparatado y, tras asignarle una profesión anodina, transferirle inquietudes intelectuales (conocimientos sobre Grecia, reflexiones sobre el Destino…) más propias de él que de su personaje. Qué nos pasa gana, sin embargo, cuando el narrador se distancia de su personaje y describe las andanzas de éste por Atenas, sus borracheras y sus peleas inesperadas. Me gusta un capítulo en el que la novela empieza a rozar lo fantástico (o tal vez la locura del personaje) y Arturo duda de la realidad que le rodea.
Después del tono bufo de Qué nos pasa, existía la tentación de darle un final más o menos feliz, pero –acertadamente- Murillo opta por acabar su libro de un modo más existencialista y oscuro.
Lo cierto es que esta novela se lee muy rápido y, a pesar de sus altibajos, bastantes de sus páginas están escritas con un buen ritmo.
La semana que viene hablaré de La muerte pegada a las uñas (2007), que me ha parecido una novela más lograda que ésta que comento hoy aquí.