La calidad de la educación, más allá de los recursos materiales de que disponga el sistema educativo, pasa por una apuesta firme por la coeducación para que niñas y niños puedan vivir una realidad diferente a la del sexismo todavía hoy imperante.
Hemos vivido tiempos de pretensiones democráticas legítimas y que, sin embargo, parecían inalcanzables. ¡Qué todo el mundo pudiera y debiera ejercer el derecho y el deber de la educación, de forma universal y gratuita! Pero, ¡¡a dónde vamos y dónde vamos a ir a parar!!. Menos mal que otras naciones y estados del área europea, algo más articuladas y avanzadas que nuestro estado plurinacional español, ya habían establecido para el bienestar y el avance colectivo, sistemas semejantes de universalidad y gratuidad para la escolarización durante, al menos, 12 años para todas las niñas y niños. Era el Estado español el que andaba por la cola y por la cola y por los laterales se le escapaban una buena cantidad de menores sin acceso real al sistema educativo.
Fuera la causa que fuera: desinterés u oposición de sus familias, lejanía de los centros y dificultad de transporte, imposibilidad de cumplir normas sobre horarios, equipamiento y materiales, falta de motivación por los estudios, necesidades domésticas y de actividades familiares que tenían que cubrir las y los menores, etc. Estas causas siguen existiendo en muchos lugares del mundo y, por eso, los Objetivos del milenio, entre los que se encuentra la escolarización masiva, no acaban de cumplirse.
La educación en España pasó de ser un privilegio de clase social o condición intelectual a ser un derecho universal y un deber de ciudadanía. Disfrutar de largos períodos de escolarización -en instituciones privadas y en su mayoría religiosas católicas- no sólo era signo de distinción, sino que proveía las bases sociales para poder aspirar a pertenecer a una clase dirigente, garantía del buen vivir. Pero aquí, ya había -incluso entre las clases que podían permitirse educar a sus descendientes en instituciones de prestigio- un sesgo de género respecto a las hijas, proporcionado por la segregación sexual en los colegios, por el currículo explícito diferencial y por el currículo oculto como conjunto de habilidades, destrezas, modales, valores y expectativas diametralmente opuestas para unos y para otras.
Así se reproducía una sociedad cómodamente complementaria y una “natural” división del trabajo en razón del sexo de nacimiento y del género masculino o femenino que se iba inculcando, aprendiendo y sancionando sin tregua. En este esquema patriarcal y jerárquico, los años de escolarización y la socialización correspondiente jugaron un papel fundamental para aprender unas cosas u otras: conocimientos, habilidades, destrezas comunicativas y otras, así como hábitos, costumbres y juegos, hizo el milagro de fabricar seres humanos contentos o resignados a ser medias piezas de un todo, como en el mito del andrógino. Pero todo esto tenía costes continuos y muy elevados: modelos e imágenes machaconas, premios y castigos, distinciones y encierros, machismo y sumisión institucionalizados, represión y violencia, si no funcionaba lo anterior.
Con el tiempo y muchas presiones y reformas políticas y administrativas, las mujeres dejaron de estar con la mente encerrada en la ignorancia y con el cuerpo amordazado en la virginidad y, de este modo las niñas y mujeres pudieron ir accediendo al conocimiento humano -que era humano, eso sí, pero androcéntrico, hecho sólo por hombres dominantes y transmitido como único e importante para ser importante- y también pudieron elegir un poco sobre sus gustos y deseos relacionales y sexuales sin tener que esperar necesariamente al matrimonio obligado e insoslayable.
Pero las mujeres siguieron eligiendo en la dirección que se les marcaba: amor romántico, entrega y ley del agrado.
Primera oportunidad perdida: la educación para las chicas, junto con los
chicos, no cambió casi nada: contenidos androcéntricos, valores competitivos,
lenguajes sexistas, relaciones desiguales entre sexos y una orientación tácita
para la vida dirigida a trabajos, tareas y labores de cuidado, belleza y amor.
Esta circunstancia ha tenido como consecuencia que la educación mixta sea en apariencia igualitaria y en realidad desigualitaria. Los chicos se pueden reflejar en lo humano como Hombre y masculino, hacedor, competidor y creador y, por tanto, ver el reflejo de ello en su proyecto de vida. Las chicas han de adivinar el reflejo de lo femenino y la Mujer en lo humano masculino y, por tanto, son obligadas a realizar un trayecto poblado de obstáculos a superar y de dificultades y prejuicios que vencer.
Así es que en este momento la calidad educativa no pasaría tan sólo por unas buenas instalaciones deportivas, amplios edificios de diseño, medios didácticos de todo tipo y en abundancia, iluminación y climatización adecuadas, bibliotecas y vídeotecas bien surtidas, salas confortables de usos diversos, servicios especializados de atención al alumnado, actividades extraescolares y complementarias de amplia gama, etc..
Aunque tengamos todo esto -muy raro, muy raro y muy elitista, por cierto- pero nada de ello esté impregnado de enfoque de género, las chicas y los chicos sufrirán de falta de calidad en su educación, porque verán y vivirán la reproducción del sexismo normalizado que también ellas y ellos aceptarán con normalidad -como en otros tiempos- pero ahora con un tinte de apertura y llamamiento a la libertad de elección. Esta fórmula educativa sexista acaba por reproducir la complementariedad y la división del trabajo en función del sexo y del género aprendido.
¿Calidad educativa? El concepto competitivo va contra ella, va contra la Igualdad y la Justicia, va contra la democracia.
Calidad coeducativa, donde cada niña o niño pueda encontrarse como ser humano diferente pero de igual categoría y con ello mejorar sus capacidades de elección y sus oportunidades de desarrollo personal.
PorElena Simón
Fuente
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