El hartazgo social contra un político inmoral e hipócrita devino en movimiento imparable que en 12 días desalojó al gobernador de su despacho. Más imparable aún tras las mofas a las víctimas de un huracán que había provocado más de 4.000 muertos, número de víctimas que se resistió reconocer, y considerables daños en las infraestructuras de la isla y los bienes de las personas. El dolor y los sacrificios de una población tan duramente castigada y los ataques a la diversidad, las libertades y los derechos proferidos por aquellos comentarios dieron motivo a una respuesta espontánea pero firme contra Ricky Roselló, a la que se adhirieron, confluyendo en el descontento generalizado, no sólo adversarios políticos del mandatario, sino también esa mayoría social, cultural y hasta artística de Puerto Rico harta de abusos. De este modo, brotaron unas movilizaciones masivas, inéditas en el tranquilo transcurrir puertorriqueño, a las que dieron visibilidad mediática artistas como Ricky Martin, Bad Bunny o Ednia Nazario, entre otros. Y de consecuencias ineludibles, aunque rocambolescas, por cuanto la sucesión del destituido gobernador no fue todo lo modélica como presumía la burocracia institucional. Al parecer, el sillón de La Fortaleza no es una “herencia” que se pueda transmitir arbitrariamente, a voluntad del legatario.
Esta crisis política por unos chats inmorales no ha hecho más que profundizar el descontento de la población a causa de los escándalos de corrupción que han protagonizado exfuncionarios y contratistas del gobierno de Roselló y sus colaboradores, en medio de un contexto de dificultades económicas, paro y precariedad que agobia la vida cotidiana de los ciudadanos hasta obligarlos a emigrar, una vez más, en masa. Unas dificultades que dieron comienzo cuando, en 2006, expiraron las exenciones fiscales que se habían instaurado para atraer manufacturas estadounidenses a la isla. Aquello provocó tal bajada de ingresos, por la fuga de inversiones y capitales, que el Gobierno tuvo que cerrar temporalmente escuelas públicas y restringir servicios básicos. En la actualidad, tales ventajas fiscales y mano de obra barata están asequibles en otros países de área. Si a ello se añade la crisis económica que, pocos años después, colapsó el sistema financiero mundial, se comprenderá más fácilmente los padecimientos que han soportado los puertorriqueños. Porque, sin ingresos y falta de liquidez, el Gobierno optó por pedir préstamos, en virtud de su capacidad para emitir bonos exentos de impuestos locales, estatales y federales, haciendo que la deuda de Puerto Rico creciera hasta cifras insostenibles. Y al no poder pagarla, el Gobierno de Roselló declaró el “estado de emergencia” con el que pudo despedir a miles de empleados públicos, eliminar derechos adquiridos y reducir salarios a los funcionarios. Pero, ni aún así, las penurias económicas de Puerto Rico se solventaron. Por todo ello, en 2016, Washington intervino para someter a la “Perla del Caribe” al control de una Junta de Control Fiscal que, nombrada por el presidente de EE UU, supervisa desde entonces la liquidación de los activos de Puerto Rico para priorizar el pago de la deuda y aplicar una política de austeridad en el gasto que descansa en recortes draconianos en pensiones, salud, educación y otros servicios públicos, además de privatizaciones y nuevos despidos. Finalmente, la Naturaleza, cómplice en maldad cuando las desgracias se ceban sobre el desfavorecido, impacta con la fuerza devastadora del huracán María para empobrecer aún más a los puertorriqueños y condenarlos a padecer unas condiciones horribles y calamitosas.
Una dependencia política y económica que, si bien al principio permitió la estabilidad y un sucedáneo de bienestar a los habitantes de Borinquen, en comparación con su entorno centroamericano, nunca ha dejado de evidenciar los beneficios, basados en injusticias y disfuncionalidades, para la superpotencia del Norte en detrimento de una verdadera autonomía soberana para la isla caribeña. Bastaría, para comprobarlo, que casi un 85 por ciento de los alimentos que consumen los puertorriqueños son importados del continente, la práctica totalidad de ellos proveniente de un puerto de Florida (EE UU), en régimen de cuasimonopolio comercial y transportista. Y que, incluso, la “originalidad” del Estado Libre Asociado(ELA) enmascara una dependencia colonial de sumisión, de relación subordinada, con un “imperio” que ejerce el control político, económico, cultural, fiscal, militar y social de Puerto Rico, desde que se constituyó en 1952. Tal estatus jurídico del ELA no es más que un eufemismo de “unincorporated territory”, que sirve para designar un lugar que, aunque se halle bajo soberanía estadounidense, no forma parte, como un miembro más, de la Unión norteamericana ni constituye parte del territorio nacional. Tampoco los puertorriqueños, pese a disponer de la nacionalidad estadounidense -y pasaporte-, gozan de todos los derechos derivados de ella, como participar y votar en las elecciones presidenciales si no residen legalmente en territorio USA. Además, Puerto Rico no cuenta con un representante en el Congreso de EE UU., sino un “comisionado residente”, con voz pero sin voto. Y, por si fuera poco, Washington puede vetar cualquier ley aprobada en Puerto Rico -si no conviene a sus intereses- y mantener el control sobre los asuntos fiscales, económicos, migratorios, defensa territorial, postales y demás competencias gubernamentales esenciales.