Rivera ante su segundo tullido y “débil” de pitones. Foto:Julián Rojas/El País
“¡Qué petardo!, ¡Qué vergüenza!, ¡Qué desolación! ¡Qué pena de fiesta! Entre todos la están matando y ella sola morirá más pronto que tarde. No queda la menor duda. Y mientras se produce el óbito, el público aplaude el toreo descendido a categoría de ordinariez; la autoridad le inflinge una estocada mortal con su reiterada pasividad, y los taurinos tratan de hacer caja con celeridad antes de que se agote este filón tan ventajoso para las figuras.
El festejo celebrado ayer en Sevilla fue el reflejo del estado de coma que padece la fiesta a pesar de recientes apoteosis almibaradas que solo consiguen ocultar momentáneamente la gravedad de la enfermedad. Hundida y desaparecida en combate se mostró la corrida de principio a fin. El primero era un toro cadavérico que el presidente mantuvo en el albero contra el sentido común; el segundo fue devuelto a los corrales por invalidez manifiesta, y los cuatro restantes ofrecieron sobradas muestras de estar lisiados, tullidos y noqueados. Como ya es habitual, los picadores ni se mancharon, y el tercio final fue toda una lección de cuidados intensivos para que los animalitos no fenecieran antes de tiempo.
Algo raro ocurre; o los toros están enfermos o alguna sustancia les ha sentado mal. No hay que estudiar veterinaria para concluir que no es lógico que un animal poderoso, bien alimentado y atlético ofrezca un desolador semblante mortecino tras su primer paseo por el albero. Aquí hay gato encerrado…”