Nosotros somos (toquemos madera) de los afortunados en tener un bebé dormilón. No lo quiero decir muy alto, porque esto puede cambiar en cualquier momento... Disfrutar todas las noches de 11 horas de media de tranquilidad y sosiego, de 20.30h a 08.00h, más o menos, hace que uno se acostumbre mal y sólo pensar que se acabe el chollo me entran los siete males.
El martes tocaron las vacunas de los seis meses. No sé si guarda relación, creo que sí, porque la nochecita del martes al miércoles fue de esas que se recuerdan en mucho tiempo. No sé cuántas veces me levanté para consolarle, pues se despertaba cada poco llorando (y menos mal que enseguida se volvía a dormir). A las 7 ya estaba despierto y dando guerra: el resto del día fue de gritos y lloros constantes y apenas un par de siestas de 45 minutos. Se le notaba a disgusto, calentito aunque sin décimas, intranquilo, irritable.
Pero lo peor nos esperaba a la llegada de la noche: ¡no conseguía dormirse!. Como entiendo a los padres de bebés que duermen mal, Dios Santo, ¡qué desesperación!. Probamos de todo: muchos mimos, susurros subliminales al oído, brazos, mecerle, chupete (pésima idea, le da asco), dejarle sólo, ponerle en la trona a ver Barrio Sésamo...
Desde aquí, toda mi solidaridad. Pero toda, toda.