¿Qué clase de personita eras hace unos años? Tal vez eras una niña precoz e inquisitiva, o un niño plácido y soñador. Quizás te daba por la mecánica y desmontabas todos tus juguetes para ver cómo funcionaban sus tripas. O más bien eras de idear mil fantasías en tu cabeza que luego trasladabas al papel convirtiéndolas en relatos que ganaban premios en el colegio.
Mala cosa será si tienes que rebuscar mucho en tu memoria para recordar cómo era aquel niño que fuiste un día. Para lo bueno y para lo malo -que también lo tiene- creo que soy una persona que aún se deja llevar de la mano de aquella niña que aprovechaba cualquier ocasión para soltarse de la de su madre. Claro que con una madre como la mía, que amenazó con meterme en un convento el mismo día que nací (si sientes curiosidad tienes toda la historia en Por qué nos deben decir desde niños que somos guapos) tampoco eran de extrañar los repetidos intentos de fuga.
¿Qué Queda del Niño Que Fuiste?
No sé si te lo habrás preguntado alguna vez; yo sí, y en la lista que vas a leer a continuación aparecen algunas de esas cosas con las que la pequeña Mariola me recuerda que se resiste a marcharse de mi lado. Supongo que su misión es protegerme de que se me peguen todas esas cosas que nunca le gustaron de los adultos, como la incapacidad de soñar o de inventar juegos nuevos.
¿Qué queda en mí de la niña que fui?
-Mi pasión por escribir. Creo que lo hago desde que aprendí a juntar letras, palabras y frases.
-La necesidad de jugar con otros niños.
-El entusiasmo por escuchar una buena historia.
-El asombro por el poder de la magia.
-La fascinación por los duendes, responsables de esos encuentros y sincronías difíciles de explicar.
-El convencimiento de que un ángel (o varios) de la guarda cubren mis espaldas.
-La curiosidad. No conozco a nadie que haga tantas preguntas como yo.
-La adicción al chocolate. Nunca lo comparto, ni siquiera con otros niños.
-La dermatitis. Probablemente mi obsesión con el chocolate venga de aquí. Cuando era pequeña me tenían que meter en la cama con los brazos y las piernas vendadas para que no me destrozase la piel al rascarme. Entre las cosa que el médico me prohibió estaba el chocolate, que mi madre tenía que esconder para que yo no lo comiera.
-El odio a los números y a las matemáticas. Nunca se me dieron bien; lo mío era dibujar y escribir cuentos.
-La inclinación a explorar. Cuando era pequeña mis padres se llegaron a plantear la necesidad de comprar una especie de arnés para mantenerme sujeta y que no pudiera escaparme a cada momento. Ahora, cortos largos, los viajes son mi terapia.
-La afición a la lectura. Cuando de pequeña acabé con todos los libros para niños que había en casa comencé a leer las novelas que tenían mis padres. Sinuhé el egipcio fue una de ellas y estoy segura de que tuvo mucho que ver en el nacimiento de mi pasión por el Antiguo Egipto, que desde entonces no ha hecho más que crecer.
-La vena cómica: soy increíblemente capaz de hacer el payaso en cualquier parte sin que me importe un comino lo que piensen los demás.
¿Qué queda en ti del niño que fuiste?