Eva Millán y José Cope componen Bukku qui.
El primer juego que recuerdo es Legend of Zelda: A link to the past (Nintendo, 1991). Recuerdo la música, los escenarios y los sprites minúsculos pero hiperdetallados. Sin embargo, la historia que veo hoy no tiene nada que ver con mis recuerdos. La barrera idiomática, un probable trastorno de déficit de atención no diagnosticado y un cerebro a medio desarrollar me hicieron imposible entender la historia. Pero mi imaginación era perfectamente capaz de llenar esos huecos. Aún no lo sabía, pero acababa de aplicar la estética de la recepción a los videojuegos y, de paso, había descubierto el concepto de la narrativa emergente.
Conseguí la trifuerza, derroté a Agahnim y enviaron a mi personaje al mundo oscuro. Mi yo de ocho años no entendía nada, pero eso no le impidió vivir un increíble sandbox en el que Link era un artificiero que compraba bombas sin parar y hacía explotar a cualquier bicho que se le cruzaba. Mi Link no quería salvar a ninguna princesa, era una especie de Travis Bickle encerrado en un mundo de fantasía y su única tarea era matar enemigos y recuperar pequeños fragmentos de su corazón roto. Mi Link era un protagonista mucho más interesante que el héroe plano de la historia de Nintendo.
En una entrevista en la revista EDGE, Hidetaka Miyazaki nos cuenta que el origen de la maravillosa forma de narrar de la saga Souls surge de sus experiencias infantiles leyendo literatura fantástica occidental. Por culpa de su bajo nivel de inglés, Miyazaki era incapaz de entender grandes partes de la historia y se veía obligado a rellenar el resto con su imaginación. Según parece, el presidente de From Software quería transmitir a los jugadores de Dark Souls esa fantástica confusión y dejar que fuera su propia imaginación la que rellenara los huecos de la historia. En algún lugar del tiempo mi yo de ocho años asiente con satisfacción antes de reventar de un bombazo a otro guardia de Hyrule.
Algunos de los juegos mejor narrados de los últimos años parecen empeñados en reproducir de una forma u otra esa sensación infantil de indefensión, sorpresa y confusión continua. Juegos como Journey (Thatgamecompany, 2012) nos dan un objetivo claro, una montaña siempre presente en el horizonte, pero no nos cuentan mucho más. Su mundo, como el de Dark Souls, es yermo y solitario. Es un mundo que ha sido abandonado hace mucho tiempo y, al igual que ocurre en el juego de From Software, cada encuentro con otro jugador provoca una inolvidable mezcla de alegría y frustración. Una especie de remake de Los idiotas de Lars von Trier provocado por las limitaciones comunicativas que nos imponen sus creadores.
Y pocos creadores habrá tan distintos como Miyazaki y Jenova Chen; sin embargo, sus juegos más emblemáticos nos sorprenden al coincidir en muchas de sus ideas narrativas. Ambos aplican a su manera la teoría literaria de la estética de la recepción, entregando al jugador pistas narrativas que él tendrá que rellenar en conformidad con su experiencia. “Si el texto es un sistema de estas combinaciones, entonces debe ofrecer un espacio sistémico a quien deba realizar la combinación. Éste es dado por los pasajes vacíos que como determinados espacios en blanco marcan enclaves en el texto, y de esta manera se ofrecen así a ser ocupados por el lector” Esto lo podría haber dicho Miyazaki en su entrevista en EDGE, pero forma parte de la obra de Wolfgang Iser, uno de los principales teóricos de la estética de la recepción.
A pesar de todo, Miyazaki y Chen son casos aislados. La narrativa de los videojuegos avanza a paso de tortuga. Y la diferencia de calidad de la historia de Spec Ops: The Line (Yager Development, 2012) y Call of Duty es inversamente proporcional al número de unidades vendidas por cada uno. El videojuego se ahoga por el tremendo peso que la narrativa del cine, la otra gran industria audiovisual, ejerce sobre ella. Son demasiados años de historias con planteamiento, nudo y desenlace. Y demasiados jugadores los que creen que la historia de The Last of Us (Super Naughty Dog, 2013) es bueno por las escenas cinemáticas, no por todo lo que ocurre durante las 20 horas de juego que dedicas a cuidar de una niña adolescente en un mundo de mierda.
Además, la narración convencional también es el recurso más cómodo para los creadores preocupados por ofrecer una buena historia en sus videojuegos. Evidentemente es mucho más fácil contar una buena historia en un entorno lineal en el que el jugador está obligado a ir por el camino que le ha prefijado el diseñador del juego que en un juego más libre. Juegos como BioShock (2K Boston, 2007) o The Stanley Parable (Davey Wreden, 2011) han reflexionado sobre el libre albedrío del jugador, pero lo han hecho con historias enclaustradas en el paradigma de los 3 actos.
La industria del videojuego mueve miles de millones cada año. Ha crecido tanto en la última década que ya está dominada por señores con traje que para decidir si tienen ganas de mear necesitan hacer un focus group. Precisamente, los focus group le dicen a la industria que siga igual. Que no cambie nada. Que el jugador medio reclama historias convencionales, quiere una narración bien contada pero que no le haga pensar mucho, no vaya a ser que se distraiga y le maten en la secuencia de tiros que viene después.
Y, entonces, si la narrativa convencional funciona para todos los implicados, por qué tendría que cambiar. Pues ha de cambiar porque una narración cerrada es antinatural en un medio basado en la libertad. Porque en los videojuegos tú controlas al protagonista de la historia, tú decides hacia dónde va y cuándo lo hace. Porque no puedes conseguir que el jugador se sienta como un ser omnipotente a lo Delsin Rowe y luego detenerlo con un muro invisible de rocas o coches aparcados para que no llegue al final de la historia antes de tiempo. ¡Que se joda la historia! Y ya que estamos, parafraseando la famosa frase de David Simon: ¡que se joda el jugador medio!
Lo que aún no entienden los señores del traje es que los videojuegos no son como el cine, ni la literatura, ni siquiera como las series de prestigio como las de la HBO. Los videojuegos son otra cosa. Son un sector en el que el juego más vendido año tras año es Minecraft (Mojang, 2009), el youtuber más famoso es El Rubius y el jugador ideal de la industria es un niño de ocho años que se pasa las horas muertas jugando al Flappy Bird y preguntándose hacia dónde va el pájaro y qué hará cuando llegue. Ese niño puede que no sea el más listo del mundo, pero tiene la clave del futuro de la narración de videojuegos.
La entrada Que se joda la historia es 100% producto Deus Ex Machina.