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Una explosión es el proceso por el que la materia pasa de un estado de alta presión, temperatura y densidad a otro estado de menor presión, temperatura y densidad en un breve lapso.
Una de las diferentes ideas asociadas al Big Bang fue la idea de la inflación cósmica, con la cual se explicaba una expansión ultrarrapida del universo y se resolvían diversas lagunas del modelo basado en la Gran Explosión. En el proceso de inflación, la singularidad de que surgiría el universo en que vivimos se expandió en una proporción de 1050 veces su tamaño en un breve lapso, que es una diferencia muchísimo mayor que la que existe entre un quark y el tamaño del universo conocido; y ello es así porque, de hecho, es la diferencia entre la “nada” y el todo, pues en eso consiste el “Génesis” cósmico.
El primer átomo se formó 300.000 años después del Big Bang. Las condiciones del universo, una vez rebajada la fuerza de expansión, permitieron que electrones y protones se asociaran de manera estable. Cada vez que estas partículas interactuaban, se desprendían fotones. Según se expandía el universo, las longitudes de onda de esos fotones se alargaban a causa del estiramiento del espacio. La longitud de una onda electromagnética se traduce en colores: al alargarse, tiende hacia el rojo, y según va alargándose más, al infrarrojo. Según pasaban millones y millones de años, esas ondas primeras fueron estiradas hasta convertirse en microondas. Su detección a día de hoy es lo que conocemos como radiación del fondo de microondas.
La radiación del fondo de microondas es la misma en todos los rincones conocidos del universo. Puesto que las distancias impiden que la radiación de un rincón del Cosmos haya podido extenderse hasta su rincón opuesto, la existencia de un periodo inflacionario es la explicación más sencilla a tal homogeneidad: todas las huellas de radiación de microondas tienen su origen en un mismo suceso.
Ahora, el descubrimiento de indicios que apuntan a la existencia de ondas gravitacionales viene a confirmar que el universo se originó en un extremo proceso de inflación, el cual porta consigo las llaves del multiverso. Ahora bien, ¿qué significa todo eso?
Al contrario de la imagen sugestiva, el Big Bang no debe concebirse como un fenómeno que ocurrió en el tiempo y en el espacio, sino como un modelo teórico que permite explicar ciertos hechos observados y elaborar líneas de desarrollo que se ajusten a tales observaciones: permite “crear una historia”, como dice François Bouchet, del Instituto Astrofísico de París.
El Big Bang es la “explosión” del espacio-tiempo, sea lo que sea que esto signifique, su paso de un estado de singularidad al estado que hoy conocemos. No se refiere a la materia, pues aún no había materia, sino al tejido espacio temporal, sea lo que sea que esto sea, y que imaginamos como una goma elástica o algo así…
La explosión del espacio-tiempo es la traducción en imágenes de una ecuación; la película con que explicarnos en términos materiales lo que somos incapaces de concebir de otra manera. Con el uso de la metáfora, se busca hacer más accesible el conocimiento científico, convirtiendo lo complejo en simple, dando forma concreta a lo abstracto, insertando la cualidad en la cantidad.
Pero, ¿realmente hay un conocimiento? ¿Acaso tenemos más claro hoy que ayer qué es eso del Big Bang, la inflación y las ondas gravitacionales? La imagen no es la realidad, puede que ni siquiera se le acerque. En el fondo, permanecemos igual de ignorantes pero más tranquilos porque parece que todo está bien explicado.
Al final, ese latiguillo “se ha demostrado que…” puede no ser más que la nana de la cebolla contra el insomnio del hambre. Alguien lo sabe; y el mundo puede dormir tranquilo. Pero sólo un profundo conocimiento del lenguaje abstracto de la física de hoy puede descorrer algún que otro velo a sus iniciados y protegerlos de usar la metáfora en vano; el resto hemos de permanecer en sombras, vivir de visualizaciones fantasiosas que nos hacen creer que sabemos lo que en realidad jamás podremos saber.
Para quienes lo inmaterial, lo abstracto, sólo puede ser aprehendido en términos materiales, la realidad se reduce a un cuento como cualquier otra cosmogonía del pasado; un mito en que el cabreo de los dioses, la expulsión del Paraíso y tal han sido sustituidos por una semántica tecnológica basada en bombas nucleares y chupinazos desde el vacío que, a efectos de un verdadero conocimiento, no aportan nada. La mente es esclava de los juegos del lenguaje que ella misma inventa.
Las supersticiones y el primitivismo de la manera de pensar tienen, según Wittgenstein, un papel importante en la historia de la teoría tradicional; conservan su poder hasta hoy y lo seguirán teniendo mientras sus funciones no sean expresamente examinadas. “Encontramos que todas las teorías pueriles (infantiles) se repiten en la filosofía de hoy; pero sin el encanto de lo infantil”.
(Carla Cordua, Wittgenstein)
En su rechazo de las teorías como modo de conocimiento y su reducción a un baile de confusiones lingüísticas, decía Wittgenstein que toda teoría no es más que el final de un esfuerzo psíquico y corporal, ajeno a cualquier contenido de verdad en términos esenciales; esfuerzos de los que nacen mitos consoladores o, en su defecto, las confusiones de una inteligencia mareada en su propio vaivén. Pero estas teorías pueriles, conscientes o inconscientes, cínica o ingenuamente, determinan la manera en que vamos a vivir.
Tras varios cientos de años de experimentos con nuevas formas de vida ha quedado dilucidado que los hombres, indiferentemente de las circunstancias étnicas, económicas y políticas en que vivan, desarrollan su existencia no sólo en determinadas “condiciones materiales”, sino también inmersos en sistemas inmunológicos simbólicos y bajo velos rituales.
(Sloterdijk, Has de cambiar tu vida)
En su interpretación de las causas y efectos, Wittgenstein consideraba que necesitamos las causas porque establecerlas resulta tranquilizante. Al esquema causal le corresponde un importante papel biológico, como “eliminar, postergar y hacer olvidar las dudas que entorpecen la acción”. Si no encontramos una causa de lo inexplicable, decimos para consolarnos “esto tiene que tener una causa”.
No podemos arreglarnos sin explicaciones ni renunciar a ellas, que clarifican lo oscuro; pero al mismo tiempo, reclama Wittgenstein, es preciso darse cuenta de que no todo necesita explicación, que no todo puede ser explicado, que las explicaciones tienen que terminar en alguna parte pues, a veces, cuando se prolongan demasiado o cuando se las busca donde no viene al caso hacerlo, en vez de aclarar, que es su función legítima, enredan más lo ya confuso. […] No hay manera de determinar en general y por adelantado si cierta materia requiere siempre o no tolera nunca un tratamiento científico. Sólo tratando de hacerlo se verá. Esto es lo que el odioso cientifismo de nuestro siglo ignora.
(Cordua, Wittgenstein)
Como se explica en otro lugar, cualquier cuadro que se quiera pintar siguiendo las leyes dadas es válido, pero cada pintura tiene implicaciones muy diferentes para la manera de estar en el mundo.
La imagen favorita para visualizar un universo inflacionario suele ser la de un globo que se hincha. Y, de ahí, la de un multiverso hecho espuma. Esta imagen de una espuma en que las burbujas aparecen y desaparecen es una metáfora cada vez más asentada, y seguramente se convertirá en el modelo apropiado del paradigma vigente, con que se describen las fluctuaciones del vacío en física cuántica y el multiverso en cosmología.
Según se expande el espacio-tiempo, las fluctuaciones crecen y, en algún momento, una nueva burbuja puede surgir desde la energía del vacío cuántico, la cual se expande y provoca más fluctuaciones dentro de sí. Y así, por los siglos de los siglos, amén.
Nuestro universo es, en la mitología postmoderna, una burbuja en una espuma donde infinidad de burbujas aparecen y desaparecen. Para los temerosos de lo trascendente, se resuelven los límites del tiempo con un inicio, y las fronteras del espacio con una expansión cuantificada; una burbuja nos protege de tener que explicar la eternidad, trasladada con alivio al ámbito de la espuma, de la que aún no es momento para preocuparse. Desde una perspectiva contraria, los temerosos de una existencia sin dioses ven salvado el concepto de lo eterno de una forma sencilla. Todos contentos.
En su teoría de las esferas, Sloterdijk habla del palacio de cristal – un mercado cubierto en que se exponen todos los objetos del mundo sin la necesidad de aventurarse a mundos desconocidos en busca de lo exótico— como imagen de la Modernidad: Dostoievski usó el Crystal Palace de Londres, sede de la Exposición Mundial y posteriormente parque de recreo, como metáfora de la civilización occidental y su relación con el planeta conquistado por el Progreso, un recinto desde donde contemplar el mundo sin los peligros de recorrerlo.
En el palacio de cristal los hombres se refugian, con sus productos-ideas a mano, del terror de un espacio exterior vacío y desconocido, que es lo que quedó encima de nuestras cabezas una vez que el Cosmos dejó de ser una sucesión de esferas perfectas que cubrían a la humanidad y la arropaban de divinidad.
Conforme los humanos se acercaban a los aposentos de Dios, un tufillo a aceite para engrasar autómatas invadía el ambiente. La cosa no parecía ir de olimpos ni jardines. No había rastro de los perfumes de rosas y azahar con que cada religión imaginaba su cielo particular. Ni restos del vestido de Afrodita, ni de la corona de la Virgen, ni del lápiz de ojos de Isis ni de la mismísima Satí en persona.
(“Fotos de la Tierra“)
Hoy, el aceite ha sido sustituido por un cosquilleo en código binario.
En su libro Esferas III, Sloterdijk expone la catástrofe que fue la pérdida del mundo redondo para una modernidad que ha perdido el centro y se ha sublevado contra el círculo divino. Las esferas se aglutinan y forman una espuma de espacios cerrados. En la era de la globalización, no hay un centro emisor sino una guerra de mensajes que se entremezclan en la red interconectada a escala planetaria como el laberinto de huecos de la espuma. Frente a las burbujas contenidas en un globo único integrador, las burbujas de la espuma se acumulan en montones irregulares sin forma. Espumas por doquier, caóticas e incontrolables. En los mundos de espuma, ninguna burbuja puede contemplar la totalidad desde un centro estable.
La burbuja fue el símbolo de la vanitas entre los artistas del siglo XVII, del memento mori con que se complementaba la rosa marchita y la hueca calavera. Es seguro que las ecuaciones dicen mucho del universo que habitamos, pero más seguro es que sus traducciones al lenguaje de los vulgares sólo explican los miedos existenciales que ocurren en el interior de los seres humanos.
Todo lo demás, todo es vanidad…
Muros, los de la metafísica, la ciencia, la moral, la política, la religión, las formas consensuadas de emocionarnos social y estéticamente, la filosofía o el arte, que hemos levantado para sostenernos, defendernos o protegernos pero que, cuando cobran solidez, nos impiden ver al otro lado, traspasar el ámbito conocido y aprender otras maneras de caminar, de estar y de relacionarnos con las cosas y, lo que es peor, nos hacen olvidar que alguna vez los hemos construido.
(Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas)
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