Que veinte años no es nada: Ámsterdam

Por Franciscogarciajurado
Ser capaces de vivir en paz con nuestros recuerdos no siempre es fácil, pero esta vez sí lo fue. Hace una semana tuve la oportunidad de regresar a Ámsterdam. La bonita cifra de veinte años separaba mis últimos pasos por aquella ciudad de estos renovados paseos. Pero sí tuve la amable sensación del tiempo recobrado. POR FRANCISCO GARCÍA JURDO. HLGE
Ya sabía de antemano que la sensación de regreso iba a presidir todo aquel viaje. María José tenía ganas de visitar esta ciudad y aceptó el reto de recorrer una suerte de ruta de la memoria, ruta que básicamente coincidía con todo lo esencial que hay que ver en Ámsterdam. No puedo decir que la ciudad siga intacta, pero sí reconocible. Quizá lo que más me molestó fue comprobar cómo uno de los lugares que consideraba más hermosos, el canal que pasa junto al jardín botánico, ya no aparece tan selvático, pues se ha construido un nuevo invernadero que viene a ser como un apósito para mis recuerdos. Naturalmente, han desaparecido tiendas y restaurantes, hasta el pequeño elefante que había en un escaparate cerca del zoo (llamado Natura Artis Magistra). Queda, no obstante, la tienda de patatas fritas junto a Rembrandtplein, por lo que no quise dejar de tomarme un cucurucho en recuerdo de antiguas tardes de estudiante donde aquellas patatas eran el componente básico de un paseo-cena. En fin, también cumplimos con el rito de comprar un libro viejo en el largo corredor que hay junto a la facultad de Derecho, un texto griego de Homero y la Consolatio Philosophiae de Boecio. Allí, uno de los viejos libreros todavía recordaba al ya entonces viejo maquis que vendía libros increíbles hace veinte años, y que un día, no sé muy bien por qué, me habló de los seis dedos que tienen algunas figuras de Chagall. Sin embargo, el Seminario de Clásicas, que estaba junto al Museo de Arqueología Alan Pierson, ya no se encuentra allí. La puerta por la que cada día entraba a reencontrarme con mis volúmenes de estudio, en la biblioteca, ahora es un escaparate. Sí pude entrever, entre los cristales, la silueta de un estudiante fantasmal que todavía escribe risueño notas para su tesis. Busqué a aquel estudiante predoctoral que allí fui y realmente lo encontré, e incluso reconocí la casa de Weespertraat donde habité, más bien una cueva que se volvió mágica al calor de los días irrepetibles. Desde el nuevo museo sucursal del Ermitage hice esta foto del edificio que me sirvió de hogar, y que es precisamente la que abre este blog, La hice con cierta sensación de no volver a verlo ya nunca, con cierto vértido vital. Pero María José desdramatizó mis congojas con la aplastante razón de que ahora hay vuelos baratos y de que, por supuesto, volveremos más veces. FRANCISCO GARCÍA JURADO