¿Qué ven mis ojos?

Publicado el 22 noviembre 2016 por Carlosgu82

Damián recibió la noticia como si un cubo de agua helada acabase de caer sobre su cabeza en plena calle, en un mes de diciembre nevado. Salió de la consulta del especialista como si los pies le quemaran, sin poder creer lo que acababa de escuchar, pero con la tranquilidad que da el conocimiento, el hecho de saber por fin qué ocurre. Ahora podía ponerle un nombre a aquel sufrimiento, aunque jamás pensó que fuera ése. Le pareció que el médico le perseguía hasta la puerta del centro, a gritos, sin lograr alcanzarle. Ya no importaba. Ni siquiera sabía que le estaba diciendo. Ni quería saberlo. No volvería a verle nunca más. 

El impacto cuando llegó a la avenida fue demasiado intenso. No había nadie; tampoco coches. Ni un triste pájaro posándose en la rama de un árbol. La nada le esperaba allí fuera, silenciosa, inexplicable, abrumadora. Empezó a caminar con rapidez en dirección a casa. Al cruzar por el paso de peatones, miró a un lado y a otro, para volver a sorprenderse de que no hubiese tráfico, ni un solo vehículo sobre la calzada. Sacó su teléfono móvil para comprobar la hora y cerciorarse de que eran poco más de las siete de la tarde. No podía comprender ese vacío a esas horas un día cualquiera. Continuó andando, veloz, casi sudando, a pesar del frío que invadía el ambiente. 

Cuando se encontraba a solo cien metros de su edificio, escuchó un ruido detrás de él. Se giró de inmediato para ver cómo un tío con una bolsa de plástico en la cabeza acababa de apuñalar en el pecho a un niño de unos ocho años. Damián se llevó las manos a la boca, como acto reflejo, y ahogó un grito en su garganta. No había visto antes ni al hombre ni al niño y, sin embargo, ahí estaban los dos, como si durante todo el trayecto hubiesen estado a su lado, casi tan cerca que podía tocarlos. Uno sostenía un cuchillo en la mano. El otro, convertido en cadáver, yacía sobre la acera y sobre un charco de su propia sangre.

Miró fijamente al asesino, aunque el hecho de mirarle fuese una forma de hablar, ya que su rostro permanecía cubierto con la bolsa de plástico. Del Mercadona, para más señas. No obstante, podía percibir la respiración acelerada del individuo que, a pesar de contar con una cantidad de oxígeno insuficiente, parecía negarse a quitarse su protección. Ante aquella situación y preso del horror, Damián tomó la equivocada decisión de salir corriendo, mientras el desconocido echaba a correr tras él. El último tramo hasta su portal fue de lo más angustioso, pues podía sentir el aliento de aquel energúmeno casi en su cogote. 

La suerte quiso que la puerta del edificio estuviese abierta y pudiese entrar rápidamente de un empujón, para cerrarla a continuación en las narices de su perseguidor. Ya en el portal, se cruzó con su vecina del octavo, una anciana entrañable de cabello castaño, que primero le dedicó una sonrisa y después le miró con extrañeza cuando le vio jadear, descontrolado y sudoroso. Entonces, Damián la agarró del brazo, nervioso, cuando vio que ella iba a salir a la calle al encuentro del desconocido y su cuchillo. Amparo dio un respingo, asustada por el inesperado gesto de su vecino, y se zafó de él, ignorando su advertencia, momento que aprovechó él para montarse en el ascensor y ponerse a salvo. Si aquella mujer iba a morir acuchillada, él ya no podría evitarlo. Y tampoco deseaba presenciarlo. 

Metió la llave en la cerradura, abrió y se dejó envolver por la calidez del hogar. Era un afortunado por haber escapado a una muerte segura. Habría sido lo que le faltaba para completar un día desastroso, después de la desconcertante visita al médico y de haberse quedado sin naranjas esa misma mañana. Se quitó la cazadora, la colgó en la entrada y contempló cómo sucedía lo mismo que todos los días: la prenda se deslizaba al suelo y se convertía en polvo; un polvo gris que le recordaba a las cenizas de su difunta mujer aquel día en el que el jarrón se le cayó por un descuido. Hoy no le importaba; barrería esa suciedad más tarde. 

Encendió su ordenador portátil, se conectó a Internet y, apremiado por las dudas y su creciente hipocondría, metió en el buscador la palabra clave: esquizofrenia. Estaba convencido de que aquel médico incompetente estaba equivocado. Su mujer, que ahora le observaba desde la puerta con cierto temor, ya se lo había dicho muchas veces: “lo único que te pasa es que eres especial”. Tan especial como para matarla.