La fertilidad, el sosiego y la belleza del lugar, un pequeño paraíso de bosques, ríos, islotes y lagos, hicieron de la ciudad de Postdam, capital del Estado Federal de Brandenburgo, el coto de caza y principal residencia de la poderosa dinastía de los Hohenzollern, la saga prusiana de Federicos y Guillermos que levantó todo un imperio y unificó los dominios del Estado alemán. Aun cuando la capitalidad se trasladó luego a Berlín, a poco más de cinco leguas al nordeste, la Corte continuó allí hasta la instauración de la República, llenándola de Historia y de nobles construcciones.
Al final de la Segunda Gran Guerra, fue seriamente dañada por los bombarderos británicos; después quedó dentro de la Alemania Oriental, la RDA, como bastión fronterizo soviético frente a la zona americana de la RFA, con el Muro levantado entre ambas; y hoy es, en fin, una pequeña urbe de aires aristocráticos, verde y turística, que se cree portadora de las esencias alemanas y sirve de centro de ocio, segunda residencia y balneario fluvial a lo más granado de la sociedad capitalina y a los berlineses de vacaciones o fin de semana.
Llegamos a ella desde la gran capital del Spree, entre matas boscosas, trabajadas tierras de labor y pueblos bien cuidados, con una parada previa en Wannsee, aún berlinés pero cuyas suaves laderas arboladas ya cuelgan sobre el río Havel, que se abre a las puertas de Potsdam en numerosos brazos y canales navegables dibujando la frontera acuática entre ambos Estados.
En el frondoso mirador sobre el lago, donde descansamos un rato, nos topamos con el busto de Bismarck, el canciller de hierro que impulsó en la segunda mitad del siglo XIX la reunificación del país; aquí cerca, también, en una de las espléndidas mansiones que salpican el paisaje, tuvo lugar la Conferencia de Wansee donde se decidió oficialmente la Solución Final del gobierno nazi contra los judíos. Entramos a la ciudad imperial por el puente Glienicke, en el que rusos y americanos se intercambiaban sus espías durante los años de la Guerra Fría, dejando a la izquierda la enorme mancha verde del parque Babelsberg. Tras cruzar el enorme paso de hierro, nos disponemos a un largo paseo a pie por la ciudad.
Por una senda lacustre frondosa a la que se asoman ricos chalés, llegamos a las inmediaciones del parque inglés del Jardín Nuevo, al norte, donde se ubica el Palacio de Cecilienhof, residencia de la princesa Cecilia hasta la entrada del Ejército Rojo tras la Guerra. Casona rural de refinado estilo británico, sirve hoy como hotel de lujo y museo, pero su relevancia llegó con la paz impuesta por los países aliados al acabar la guerra, que culminó con el reparto de Berlín en cuatro zonas en la llamada Conferencia de Potsdam, aquí realizada.
Duras y largas conversaciones entre Stalin (el anfitrión, que recibió a sus otros dos colegas con la gran estrella roja floral que aún se puede ver en medio del patio ajardinado), Churchill y Truman culminaron en un acuerdo de límites y poderes que solo se rompería por completo con la reunificación alemana de casi medio siglo más tarde, tras la definitiva caída del Muro.
No muy lejos, al este, está el barrio ruso de Alexandrowka, fruto de la amistad prusiana con la corte zarista, con sus casitas de madera ajardinadas en cruz y su original museo, que nos lleva, por el sur, a la Nauener Tor, una de la puertas de la vieja muralla desaparecida, neogótica en sus arcos y torres, acceso al casco antiguo. A su izquierda, el antiguo barrio holandés, cuyas casas de ladrillo rojo testimonian el pasado inmigratorio de la ciudad. Algo más abajo, llegamos al corazón del centro histórico, donde se ubicaba el desaparecido Palacio de la Ciudad y hoy destacan el Atlas dorado sobre la torre circular del Ayuntamiento, el Pórtico de la Fortuna y la cúpula de la iglesia de San Nicolás.Volviendo arriba, hacia el oeste, salimos por la Brandenburger Tor, hermana pequeña de su homónima berlinesa, para entrar en los dominios de Federico el Grande, el máximo impulsor del lugar. Tras una juventud díscola y rebelde, amante de la filosofía, la música y las extrañas compañías, su subida al trono en pleno siglo XVIII lo convirtió en militar triunfador y benefactor del Imperio y de la ciudad, pasando a la historia como uno de los grandes líderes europeos. Convirtió la inmensa zona boscosa del oeste urbano en un moderno parque que llenó de sendas, jardines, fuentes, monumentos y palacios siguiendo la moda de París, dominante entonces: un pequeño refugio sans souci (es decir, sin preocupación) para el emperador, que así lo bautizó (en francés, por supuesto) por la tranquilidad del lugar y de su palacio homónimo, alejados del bullicio y los problemas de la capital. El Palacio de Sanssouci, al que ahora nos dirigimos nosotros como colofón de nuestra visita, es solo un sobrio recuerdo del de Versalles, pero su amplia escalinata, sus jardines y su historia son suficientes para atraer un gran número de visitantes.
Su interior rococó supo de las visitas ilustres de Bach o Voltaire y de las vicisitudes de su regio anfitrión, alto representante del despotismo ilustrado, mecenas del arte y señor de la guerra, que allí pasaba sus horas de ocio y resolvía los asuntos de la Corte rodeado de sus amigos, sus perros, sus libros y sus partituras. Y donde murió y fueron depositadas sus cenizas en la sencilla tumba que ahora nosotros contemplamos, a un lado del patio exterior, sobre la que siempre hay depositadas patatas, oh sorpresa, como homenaje al que en vida fue el introductor del tubérculo americano en el país, el gran remedio contra el hambre por aquel entonces. Nos despedimos sin poder visitar el Museo Nuevo, mucho mayor y más interesante, cerrado por obras de rehabilitación. Siempre conviene dejar alguna deuda.