Hola, preciosa;
Te escribo esta especie de carta anticipándome al nacimiento de tu pequeña y pensando en todo aquello que me hubiera hecho falta leer cuando me tocó el turno.
Son días raros, estos del posparto. Nos gusta mucho culpar a las hormonas de los vaivenes que conllevan, pero creo que si miramos un poquito más allá de la resignación biológica, hay pequeñas cosas que hacen que todo esto sea un poco más fácil.
1. Saber, precisamente, que no es fácil
Cuando sales del paritorio tu vida tal y como la conocías se ha quedado atrás. De pronto, tienes un bebé y vas a tenerlo para siempre. No es un simulacro, está pasando. Y lo normal es que no tengas ni la menor idea de qué hacer con él. Incluso Papá Monete, con su eterna vocación de padre, ante el llanto desconsolado del bebé su segundo día de vida no paraba de pensar que se había equivocado, que eso no era para él.
Por supuesto que te equivocarás: continuamente. Estás aprendiendo.
A diferencia de mí, tú has tenido la suerte de tener bebés en tu entorno y sabes mejor de lo que yo sabía cómo son de verdad, y no lo que te imaginas de ellos. Pero una cosa que tienen los bebés y que tendemos a olvidar es que son personas, y, como tales, particulares. No conoces a tu bebé, no has tenido tiempo. Concédetelo. Descúbrela.
2. Estar dispuesta a desmontarte y volverte a montar
Tampoco tienes ni la menor idea de la madre que vas a llegar a ser. Y, créeme, seguramente no se parece mucho a la que eres los primeros días, igual que la trabajadora que deja un empleo por otro mejor varios años después no es la trabajadora que sale llorando de la oficina en su segundo día porque cree que no va a ser capaz de enfrentarse al reto que tiene por delante. No te juzgues por tus errores de novata, júzgate por cómo de dispuesta estás a seguir creciendo.
Tienes una enorme cantidad de talentos: eres empática, sensata, luchadora y cariñosa. Todo eso sin duda te va a ayudar a construir a tu yo-madre. Pero esta nueva tú está sin hacer, y la única que puede decidir cómo va a ser eres tú. Escucha a tu hija, escúchate a ti mientras estás con ella. Cómo te sientes, cómo reaccionas, cómo te gusta interactuar con tu bebé. Y construye desde ahí.
Y si lo que te sale del corazón no se parece en nada a lo que te habías imaginado, o a lo que creías que eras, no te asustes: no podemos saber cómo enfrentaremos algo hasta que no nos ponemos manos a la obra, por mucho que ayude planear estrategias antes de entrar en la batalla.
3. Poneros en el centro
Digo «poneros» porque es muy normal que te cueste pensar en ti misma como una persona separada de tu bebé. Tu propio cuerpo te pide, muchas veces, que la pongas a ella por delante. Pero tú también cuentas. Intenta acordarte de ti, a veces. A mí me ha ayudado mucho la metáfora de las mascarillas en los aviones: primero la tuya, luego la del niño… o no habrá nadie que os la ponga a los dos.
Incluso si no te sale priorizarte por ti misma, piensa que cuidarte a ti es también cuidar de tu bebé.
4. Ponerte objetivos mínimos
No te exijas nada más que llegar al final del día. Solo eso resulta agotador, al principio.
Celebra cada pequeña victoria. El día que te anticipas a su ataque de hambre y consigues evitar un berrinche. El día que por fin te encaja la rutina del baño. El día en que te puedes duchar sola, con calma, porque se ha echado una siesta suficientemente larga justo en ese momento. El día en que consigues cortarle las uñas sin que te tiemblen las manos. El día en que no te desvelas cuando consigues dormirla. O cualquier otra cosa, porque muchas de las rutinas que formarán parte de tu vida en pocos meses al principio parecen una auténtica obra de ingeniería.
Se suele decir que lo único que tiene que hacer una puérpera es «dormir mientras el bebé duerme»; Instagram está lleno de memes sobre «doblar la colada mientras el bebé dobla la colada». Tu casa será un caos. Tu ropa sucia se amontonará. Y no pasará absolutamente nada, porque lo único que importa estos días es…
Exacto. Llegar hasta el final. Todo lo que tenga que esperar, que espere.
5. Hablar de lo que tú quieras
Tienes derecho a estar mal. A estar triste. A estar asustada. A estar enfadada.
Y tienes derecho a estar extasiada y maravillada y enamorada como nunca. Y a que ese amor tarde en llegar (recuerda, os estáis conociendo).
Y a que todo te sorprenda. Y a descubrir el mundo entero porque lo estás mirando con otros ojos (recuerda: desmontarse y volverse a montar).
Y, seguramente, sientas todo eso, incluso, a la vez.
El puerperio a nivel emocional es como mínimo tan desbordante como la adolescencia. De adolescentes somos unos intensitos y necesitamos hablar con nuestras amistades continuamente y escribimos durante horas en nuestro diario… Pues ahora, igual. Desahógate. Cuéntalo todo.
Y que nadie te diga cómo te tienes que sentir.
6. Escuchar… pero poco
El mejor consejo que me dieron a mí estando embarazada fue «todo el mundo opina. Escúchalo todo y haz lo que te dé la gana». Te lo paso, como las cajas de ropa talla 0 y los juguetes de hasta 12 meses, porque me resultó una brújula muy necesaria.
Pasé el puerperio muerta de miedo: no he estado tan aterrada nunca, ni siquiera en mitad de los ataques de ansiedad del embarazo. La tentación de obedecer a cualquier consejo, venga de donde venga, es fortísima: «al menos, así, si algo sale mal, tendré a quién culpar… Y además, claramente a todo el mundo se le da mejor esto que a mí…»
Pero lo cierto es que las únicas que sabréis qué necesitáis sois vosotras. Pídelo. No temas quedar mal. No procures quedar bien con nadie. Haz lo que necesites y aprovecha toda la ayuda que te puedan ofrecer y la que puedas reclamar.
Estoy totalmente convencida de que vas a ser una madre extraordinaria, pero ninguna madre puede con la crianza ella sola. Afortunadamente, todas lo sabemos y, poco a poco, se va tejiendo la red que nos sostiene.
Cuenta conmigo, amiga. Para eso estamos.
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