Photos by María Pequeño
Me enamoré de Berlín como lo hace un quinceañero con un amor de adolescencia; rápidamente, a lo loco y sin ningún motivo, porque a pesar de ser fría y gélida como ninguna, aun recuerdo la maldita noche en que me cameló con decenas de jarras de un brevaje color trigo y me congeló el corazón para siempre.
Dicen que nunca se enamora uno como lo hace la primera vez, y sin embargo, mira que intenté convertirme en la excepción: las reglas no están hechas para insensatos como yo. Me dediqué a vagar por la vida sin rumbo fijo, recorriendo y explorando cada recoveco de mis nuevas conquistas con la fascinación que produce lo desconocido hasta que deja de serlo. Y al cabo del tiempo, me descubría a mí mismo, en los tugurios oscuros de aquellas ciudades cuyos nombres el alcohol y la memoria solían confundir, confesándole a algún borracho como yo, que como ella, ninguna.
Fue entonces cuando regresé a sus brazos para siempre, vislumbrándola cuando ni siquiera era un punto inteligible en el horizonte: tan nueva y tan vieja, tan moderna y tan antigua, Majestuosa, fortalecida como una mujer con un pasado negro y vil , ya olvidado, del que hoy ha tomado conciencia.
Ella me cambió, como hacen las buenas mujeres con los malos hombres, me hizo asentar la cabeza e incluso busqué algún trabajo, nunca nada demasiado serio, no nos vayamos a engañar: jamás me han gustado las rutinas banales.
Hay hombres que pierden la cabeza por una mujer, y hay otros pocos infelices como yo, que lo hacemos por una ciudad. Siempre he sospechado que hay ciertas ciudades que son como mujeres: te seducen de tal manera que nunca dejas de nombrarlas, ni de amarlas, por muy lejos que te encuentres de ellas.