19 julio 2013 por Carlos Padilla
He de reconocer que estuve a punto de arrancarte tres o cuatro páginas, Diario. Era tal mi desesperación que hubo momentos en que no hubiera dudado en mutilarte para limpiarme suavemente con tus hojas. El problema era que cortarte a ti significaba cortarme a mí, acabar con una parte de mi propia vida. ¿Qué episodios utilizaría? ¿Acaso el relato inocente de mi primer beso? ¿Arruinaría del todo con una sucia ñorda mi atropellada primera comunión? Por supuesto que no, querido Diario. Si aún sigues entero, ten claro que es porque tú eres yo y yo soy tú; no te quiero ver con la cabeza hundida en la mierda. Es decir, en nuestra mierda.
Pero descuida, esta vez no había de qué preocuparse. Mi padre no tenía la menor intención de ir al monte y menos de acampada: este fin de semana tocaba playa, sol y dejarse llevar por la olas. Si no fuera, claro está, por mi sobrepeso después de un tremendo desayuno. Para el gran océano tiene que ser un esfuerzo tremendo remolcarme en esas condiciones hasta la orilla. Ya puede haber un temporal que te cagas que el mar, al verme venir embostado, quita todas las olas para que yo no me ponga a cogerlas. Así es tan aburrido que no me dan ganas de pasar mucho rato en el agua, sino sólo de mojarme un poco y hacer la croqueta. Al final acabo pareciendo, empanado de arena marrón y tirado por el suelo, una caca enorme. Paradojas.
Querido Diario, la cuestión es que este sábado me dio un apretón en pleno remojo. Mira que no suelo bañarme, pero esta vez, con el esfuerzo físico, el desayuno empujó buscando un camino de salida y, por más que intenté contenerlo, luchaba por alcanzar el exterior. Entonces me enfrenté al dilema: ¿con qué se limpia uno en el mar? Allí no hay pinocha, piñas ni papel. Así que alcancé el bolsillo del bañador pensando en encontrar un pañuelo viejo, algo que me sirviera de espátula. No hubo manera, tuve que claudicar, dar paso a lo inevitable, bajarme un poco el pantalón y dejar que la naturaleza hiciera el resto. Cuál fue mi sorpresa al comprobar, querido Diario, que aquello salía de mi interior como un torpedo, limpio y veloz, sin dejar huella de su paso. Desde fuera, en la superficie, el envío estuvo precedido por unas burbujas, un pequeño remolino y, como colofón, la aparición del submarino. Creo que nunca me he sentido tan limpio.
Esta mañana quedaron atrás todas las tardes de acampada viviendo un constante apretón, condenado a pasar por la pinocha y soñando con volver a casa, un hogar que en esos instantes prácticamente quedaba reducido, en mi desesperada imaginación, a un inodoro amplio y a un rollo de papel higiénico por estrenar. Ahora tengo la playa y puedo cambiar la áspera piña por el agua del mar. Querido Diario, dos puntos: dicen que si te entra una pipa de pino por el ojete te puede llegar a brotar, con el tiempo, un matojo como el de la pared de la calle Remojo, en La Laguna. Menudo disgusto le hubiera dado a mi abuela, ahí yo, con un abeto saliéndome por el pantalón, espalda arriba. Me hubieran llamado culopino o cosas peores. Una tragedia familiar.