¿Quién debería pedir perdón a quién y por qué?

Publicado el 27 marzo 2019 por Juantorreslopez @juantorreslopez

Yo soy una persona con muchos defectos como saben bien las personas que me conocen. Pero hay uno que no tengo: pido perdón sin ninguna dificultad e incluso lo he hecho muchas veces en mi vida siendo consciente de que no había muchas razones para hacerlo, pero convencido de que así reconfortaba a otra persona o la dejaba más tranquila.

Por eso no me siento ofendido ni molesto cuando el presidente mexicano López Obrador nos ha reclamado a los españoles que pidamos perdón ahora a su pueblo “por los agravios” de la conquista.

No me parece mal que se pida perdón a quienes sufrieron los inconvenientes y el daño de todo tipo que pudiera haberse producido a lo largo del tiempo como consecuencia de la conquista por los españoles de aquellos territorios. Una conquista, por cierto, que no culminó en colonización, como ocurrió con las de otras potencias en otros lugares y momentos de la historia, sino con la consideración como españoles de quienes allí vivían por entonces.

Pero me pregunto si, al igual que habría que pedir perdón por el agravio y los daños de la conquista, también habría que dar las gracias por el progreso que proporcionó la presencia en aquellas tierras de miles de personas más cultas y preparadas que ayudaron a crear los hospitales o los centros educativos más avanzados de entonces allí donde antes de su llegada no había más que retraso y en muchas ocasiones barbarie y sufrimiento.

También me pregunto quién debe pedir perdón. Da la casualidad que mi segundo apellido es López, el mismo que el primero del presidente mexicano. ¿Debo pedir yo ahora perdón a los mexicanos por lo que hicieron mis antepasados que se quedaron en España? ¿O debería ser el propio López Obrador, descendiente él sí de los conquistadores que cometieron los agravios, quien debería pedir perdón a sus conciudadanos de ahora por la avaricia y los crímenes que cometieron sus antepasados, no los míos que se quedaron aquí?

Estoy seguro de que muchos españoles que se desplazaron a aquellas tierras hace cientos de años cometieron toda clase de tropelías (lo mismo que también sabemos que otros muchos ayudaron, como he dicho, a que aquellas tierras alcanzaran un grado de progreso mucho mayor y con más antelación que si no hubieran ido). Y es justo que se reclame una lectura reparadora de esa historia. Pero ¿sólo esos han sido los hechos por los que hay que pedir perdón? ¿Pesan más sobre los mexicanos de ahora los agravios de hace 500 años que los miles de asesinatos, secuestros, torturas o robos que se cometen hoy día, cada año, sobre las gentes más humildes por los propios mexicanos que disponen, ahora, justo ahora, de un poder criminal y omnímodo?

No me siento ofendido ni mucho menos y pediría perdón con gusto a los mexicanos, a los nicaragüenses, a los hondureños, a los argentinos, a los bolivianos, a los peruanos…. a todos los pueblos de Latinoamérica. No sólo porque soy de fácil querencia por el perdón, como he dicho, sino también porque por mis venas corre (al contrario de lo que le suele pasar a la mayoría de los españoles) sangre auténtica y originariamente latinoamericana. Una rama de la familia de mi abuela paterna estaba directamente emparentada con el dominicano Máximo Gómez, el revolucionario, el liberador de hombres, aquel que cuando le ofrecieron ser presidente de Cuba lo rechazó diciendo que a él lo que le gustaba era “liberar a los hombres, no gobernarlos”, el que se quejaba de que le dolía el cuerpo de los abrazos que le daban sus compatriotas agradecidos, el que murió de una infección de tanto estrechar la mano a las gentes que lo querían.

No me costaría ni me cuesta nada unirme a un perdón colectivo a los mexicanos y a todos los demás pueblos de Latinoamérica por los agravios de antaño, pero me pregunto si el perdón no se lo tienen que dar también a sí mismos muchos latinoamericanos por los crímenes (tantos o quizá más que los cometidos allí por los españoles) que ellos han cometido y cometen contra sus compatriotas. La historia de Latinoamérica no es sólo la historia de los efectos negativos de la conquista por los españoles de sus territorios, hace cinco siglos, sino también la del progreso que eso llevó consigo. Y, sobre todo, es la historia que los mismos latinoamericanos han sido capaces de poner en marcha mucho después y en ella hay muchas luces, desde luego, pero también muchas sombras de las que la humanidad no puede sentirse precisamente orgullosa, y mucho menos los propios latinoamericanos que han sufrido la avaricia y el crimen de sus clases dirigentes que ya nada deben ni tienen mucho que ver con los conquistadores.

Me pregunto sorprendido también por qué ha sido tan torpe el gobierno de España ante la petición de López Obrador. Me ha parecido que su respuesta es la de un machote altivo que se siente herido en su orgullo de ser superior, demostrando, por cierto, que para evitar las conductas masculinas o simplemente machistas no basta con que un gobierno tenga mayoría de mujeres.

Me hubiera gustado que el gobierno progresista de mi país hubiera respondido de otro modo, con comprensión, con humildad, con más respeto y con argumentos, quizá con una oferta de reflexión conjunta y, por qué no, sin rechazar el perdón, el fraternal perdón de todos hacia todos. ¿Por qué no aceptar que en nuestras historias, en las de todos, hay muchas cosas que perdonarnos unos a otros? Los españoles podemos sentirnos orgullosos de gran parte de nuestra historia pero también tenemos mucho de lo que avergonzarnos, y no es coherente luchar por aplicar entre nosotros la memoria histórica, reclamando desagravios para los nuestros, cuando los negamos hacia los demás, para aliviar el daño que nosotros hemos provocado sobre otros. Deberíamos ser más generosos, más inteligentes y más empáticos en ambos lados del charco.

He leído que después de sus primeras declaraciones el presidente mexicano ha matizado reclamando más bien la reflexión y la lectura conjunta de la historia. Me parece mejor, aunque parece olvidarse, en todo caso, que ya hace tiempo (en 1836) España y México suscribieron un “tratado definitivo de paz y amistad sincera” en beneficio mutuo y “para restablecer y asegurar permanentemente dichas relaciones” porque deseaban “vivamente poner término al estado de incomunicación y desavenencia que ha existido entre los dos gobiernos, y entre los ciudadanos y súbditos de uno y otro país, y olvidar para siempre las pasadas diferencias y disensiones, por las cuales desgraciadamente han estado tanto tiempo interrumpidas las relaciones de amistad y buena armonía entre ambos pueblos, aunque llamados naturalmente a mirarse como hermanos por sus antiguos vínculos de union de identidad de origen, y de recíprocos intereses” (aquí).

Releamos la historia cuantas veces haga falta pero no nos creamos ninguno que sólo nosotros tenemos sobre nuestra espalda agravios que necesitan reparación porque, a lo peor, todas las alforjas están llenas de sufrimiento ajeno y de crímenes deleznables.

Tengo la impresión de que lo mejor sería seguir la recomendación del Benjamin Franklin: “escribe los agravios en el polvo, las palabras de bien escríbelas en el marmol”. Si nos empeñamos siempre en hacer lo contrario sólo sembraremos el desafecto y la desconfianza que traen el odio y la enemistad eternos.