La obra de Polanski, basada en el texto de la dramaturga francesa Yasmina Reza, que también firma el guión, supone un bofetazo al modus operandi de la sociedad actual. La educación en tela de juicio, las fisuras de los matrimonios, el maquillaje que oculta nuestra verdadera identidad y la fuerza de la naturaleza dando a luz a nuestros más bajos instintos son las bazas con las que el cineasta juega. Si a esta bomba de relojería la agitamos entre cuatro paredes el resultado puede ser bastante indigesto o una reflexión delicatessen. Todo depende del refinamiento del espectador.
¿Quién en algún momento de su vida no se ha sentido la madre y esposa perfecta movida por un ataque de pedantería? Ve tirando la primera piedra al igual que lo hizo Penélope Longstreet (solvente Jodie Foster). ¿Un buen día leíste un artículo científico sobre el fín del mundo y trataste de emular a Lars von Trier?
¿En alguna ocasión has dicho eso de “me encanta tu vestido” cuando en realidad consideras que es un espanto? Puedes ir haciendo con la piedra el salto de la rana como Nancy Cowan (incombustible Kate Winslet), porque ella representa la falsedad por cortesía, que sólo una copa de whisky logra desmaquillar.
Un Dios Salvaje conforma una maravillosa obra teatral, que ha visto en Polanski la luz para ser proyectada en las grandes pantallas. Irónicamente escrita, soberbiamente interpretada y excelentemente dirigida.
Lo mejor: la maestría del equipo en conseguir que un texto tan sabio como ácido no patine en un medio para el que no está dirigido. La carnicería en la que se convierte el apartamento.
Lo peor: esa teatralidad no es apta para todos los públicos.