Dejar a Matilde
[Cuento: Texto completo]Alberto Moravia
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas? Y yo contesté espontáneamente: -Pienso en lo que tengo que decirte. -Pues dilo. Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto: -Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme. Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció: -Me duermo. ¡No me molestes!Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle. Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso: Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua. Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo: -Y ahora comemos. Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo: -Bueno, dime ahora esa cosa. Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó: -No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho? -No -respondí. -¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto? -No. -Entonces, ¿que nos casaremos pronto? -No. -Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada. -No, tengo que decirte que... Pero ella, tapándome la boca con la mano: -Chitón, si quieres que te dé un beso. ¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero. Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural: -Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte. Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería esta. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía: -Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo. La arena me soplaba en la cara, punzante, ella reía si parar y yo por fin contesté flojo: -Bueno, no lo repito, pero déjame en paz. Pero ella no se levantó en seguida y dijo: -¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo. Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano: -Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé: -Pero, ¿por qué? Y ella, con una buena carcajada: -He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana. Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.FIN
Para La Coleccionista de Espejos: Ron Ramón M.