Las elecciones de ayer han revuelto el patio. Para análisis están los analistas, pero me llama la atención quienes entienden las elecciones sólo en clave de estar por delante del otro. Así aparecen los que entienden que Andalucía salva a PSOE, como consuelo vale, pero sólo eso, la verdad es que los votos de la socialdemocracia oficial siguen desangrandose. Me pregunta un amigo, si creo que hay posibilidad de cambio, mi sospecha es que no, que perdieron hace cuatro año esta posibilidad. Dato curioso en Cádiz, mirar los datos de las dos últimas europeas, hay una realidad de la calle que ya está en la urnas, y eso es una muy buena noticia. Serán capaces de ser generosos, de amplios horizontes..y posibilitar a la ciudadanía un proyecto común de progreso?
lees tantos libros y tú dices no lo sé tu abuelo dice no
todo se aprende en los libros y tú piensas al menos se aprenden frases más
originales y dices eso espero tu abuelo dice qué quieres hacer y tú dices
quiero seguir estudiando él dice no tenemos dinero y tú dices lo sé pido beca y
él dice haz lo que te dé la gana ya tienes dieciocho puedes hacer lo que
quieras y tú dices quiero seguir estudiando y él dice todos a estudiar y que
trabaje Dios y tú piensas que se joda Dios y dices así son las cosas ahora
abuelo entra la abuela pone la mesa enciende el televisor y se queda mirando
por la ventana llueve silencio se ve un mar tu abuelo come y mira la tele y
empieza a gruñir y a ponerse rojo rojo más rojo tu abuela se vuelve y lo mira
la televisión emite sonidos que no entiendes tu abuelo tampoco los entiende tu
abuela tampoco los entiende sin embargo a ti te gustan los sonidos que emite la
tele y que no entiendes rojo rojo rojo rojo muy rojo se está poniendo tu abuelo
y ella lo mira y no le preocupa no entender lo que dice la tele le preocupa que
tu abuelo se muera por lo que dice la tele tu abuelo arde se levanta y dispara
fuego y horror pero la tele no se calla sino que sigue diciendo cosas que tu
abuelo no puede no podrá no ha podido nunca entender y le sigue disparando con
la escopeta de caza que aunque sólo tiene dos cartuchos nunca se calla tú
escuchas la tele y escuchas los disparos y prefieres la tele a los disparos y
prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y tu abuelo
sigue disparando y gritando con los ojos llenos de muerte y tú prefieres la
tele a los disparos y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes
cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio
disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los
odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de
estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a
pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las
neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no
hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la
cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus
circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o
paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se
calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto
es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está
lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes,
devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a
través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus
conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo
infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías
ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar
que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te
sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y
de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo
haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no
poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún
día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a
pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo,
nunca pedestre. y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo
los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio
disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los
odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de
estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a
pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las
neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no
hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la
cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus
circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o
paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se
calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu
cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de
aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las
paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a
segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y
tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo
infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías
ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar
que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te
sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y
de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo
haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no
poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún
día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a
pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo,
nunca pedestre. No necesitarías zapatos ni consejos y el líquido negro de tu
cabeza se quedaría siempre manso como un gatito fiel. Pero sabes que todo esto
son sólo estupideces. Y sabes también que son las siete y ocho minutos de la
mañana y deberías estar ya vestido y listo para la rutina. Palpas de nuevo la
pared, mas no en busca del interruptor de la luz, sino de la correa de la
persiana. La hallas y más que tirar de ella te dejas caer agarrado a ella. La
persiana suena como una sierra y entra en la habitación una luz paupérrima y
cenicienta. Piensas en subirla otro poco pero sabes que no tienes diez camisas
de seda entre las que elegir y te conformas con disponer de suficiente luz para
distinguir las gafas de los pantalones. Pegas la nariz a la ventana y diriges
los ojos hacia la parte más alta de la pared, pero sólo consigues ver más
pared. Abres la ventana y el día te recibe con un gélido bofetón en el rostro.
Aguantas todo lo que puedes porque estás buscando tu trocito de cielo, ese que
ondea en lo alto del muro de cemento. Sacas la cabeza lo suficiente para poder
mirar más arriba y lo ves, dibujado por las aristas del patio interior, con
forma de triángulo, azul, con una nube exangüe junto al vértice inferior y un
pájaro invisible protegiéndolo. Sientes un cosquilleo insoportablemente sutil
en la pituitaria y, antes de poder meter la cabeza, estornudas y te golpeas la
nuca con el filo de la persiana. Te cagas en lo más alto, cierras de golpe y te
frotas la cabeza. El agua oscura de tu cerebro se mueve ahora con la
racionalidad de un borracho en el desierto; te martillea la frente, las sienes,
el cerebelo. El estornudo la ha sacado de su letargo y va a ser difícil
devolverla a él. Te pierdes entre las mantas tratando de calentar tu frío
rostro y de pensar en algo que distraiga tu atención del dolor de cabeza. Pero
no hay nada en el mundo más importante que tu dolor de cabeza, así que tienes
que rendirte a su monopolio de tus neuronas. Sientes cada punzada e intentas
describirla, no por nada, sino por entretenerte.
Ravel de Jean Echenoz
ISBN 978-84-339-7727-4
PVP con IVA 7,90 €
Nº de páginas 128
Colección Compactos
Traducción Javier Albiñana
Los últimos años de la
vida de Maurice Ravel transcurren entre 1927 y 1937. Con una escritura a
caballo entre el jazz y la narrativa cinematográfica, Echenoz despliega un
retrato ficticio del compositor sembrado de verdades biográficas: son reales la
epopeya en Verdún, las sesenta camisas y los veinticinco pijamas de la gira
americana o los encuentros con Douglas Fairbanks, Charles Chaplin o George
Gershwin. Pero lo esencial no está en la vida del hombre sino en la sutil pero
lacerante ironía con que es narrada esa vida. Aquí reencontramos los temas
favoritos del escritor: la desaparición, el viaje y los conflictos de identidad
que caracterizan a los protagonistas de sus novelas. Y el verdadero Ravel acaba
siendo uno de los más espléndidos personajes del imaginario de Echenoz.
«Espléndido libro»
(Jacinta Cremades, El Mundo).
«Clásico y transgresor
a un tiempo (…) hay quien ve en Echenoz un David Lynch de la literatura» (María
Fasce, Marie Claire).
Ficha del libro