Quien gana perdiendo, pierde

Publicado el 26 mayo 2014 por Ferminapa

Las elecciones de ayer han revuelto el patio. Para análisis están los analistas, pero me llama la atención quienes entienden las elecciones sólo en clave de estar por delante del otro. Así aparecen los que entienden que Andalucía salva a PSOE, como consuelo vale, pero sólo eso, la verdad es que los votos de la socialdemocracia oficial siguen desangrandose. Me pregunta un amigo, si creo que hay posibilidad de cambio, mi sospecha es que no, que perdieron hace cuatro año esta posibilidad. Dato curioso en Cádiz, mirar los datos de las dos últimas europeas, hay una realidad de la calle que ya está en la urnas, y eso es una muy buena noticia. Serán capaces de ser generosos, de amplios horizontes..y posibilitar a la ciudadanía un proyecto común de progreso?

lees tantos libros y tú dices no lo sé tu abuelo dice no todo se aprende en los libros y tú piensas al menos se aprenden frases más originales y dices eso espero tu abuelo dice qué quieres hacer y tú dices quiero seguir estudiando él dice no tenemos dinero y tú dices lo sé pido beca y él dice haz lo que te dé la gana ya tienes dieciocho puedes hacer lo que quieras y tú dices quiero seguir estudiando y él dice todos a estudiar y que trabaje Dios y tú piensas que se joda Dios y dices así son las cosas ahora abuelo entra la abuela pone la mesa enciende el televisor y se queda mirando por la ventana llueve silencio se ve un mar tu abuelo come y mira la tele y empieza a gruñir y a ponerse rojo rojo más rojo tu abuela se vuelve y lo mira la televisión emite sonidos que no entiendes tu abuelo tampoco los entiende tu abuela tampoco los entiende sin embargo a ti te gustan los sonidos que emite la tele y que no entiendes rojo rojo rojo rojo muy rojo se está poniendo tu abuelo y ella lo mira y no le preocupa no entender lo que dice la tele le preocupa que tu abuelo se muera por lo que dice la tele tu abuelo arde se levanta y dispara fuego y horror pero la tele no se calla sino que sigue diciendo cosas que tu abuelo no puede no podrá no ha podido nunca entender y le sigue disparando con la escopeta de caza que aunque sólo tiene dos cartuchos nunca se calla tú escuchas la tele y escuchas los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y tu abuelo sigue disparando y gritando con los ojos llenos de muerte y tú prefieres la tele a los disparos y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo, nunca pedestre. y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo, nunca pedestre. No necesitarías zapatos ni consejos y el líquido negro de tu cabeza se quedaría siempre manso como un gatito fiel. Pero sabes que todo esto son sólo estupideces. Y sabes también que son las siete y ocho minutos de la mañana y deberías estar ya vestido y listo para la rutina. Palpas de nuevo la pared, mas no en busca del interruptor de la luz, sino de la correa de la persiana. La hallas y más que tirar de ella te dejas caer agarrado a ella. La persiana suena como una sierra y entra en la habitación una luz paupérrima y cenicienta. Piensas en subirla otro poco pero sabes que no tienes diez camisas de seda entre las que elegir y te conformas con disponer de suficiente luz para distinguir las gafas de los pantalones. Pegas la nariz a la ventana y diriges los ojos hacia la parte más alta de la pared, pero sólo consigues ver más pared. Abres la ventana y el día te recibe con un gélido bofetón en el rostro. Aguantas todo lo que puedes porque estás buscando tu trocito de cielo, ese que ondea en lo alto del muro de cemento. Sacas la cabeza lo suficiente para poder mirar más arriba y lo ves, dibujado por las aristas del patio interior, con forma de triángulo, azul, con una nube exangüe junto al vértice inferior y un pájaro invisible protegiéndolo. Sientes un cosquilleo insoportablemente sutil en la pituitaria y, antes de poder meter la cabeza, estornudas y te golpeas la nuca con el filo de la persiana. Te cagas en lo más alto, cierras de golpe y te frotas la cabeza. El agua oscura de tu cerebro se mueve ahora con la racionalidad de un borracho en el desierto; te martillea la frente, las sienes, el cerebelo. El estornudo la ha sacado de su letargo y va a ser difícil devolverla a él. Te pierdes entre las mantas tratando de calentar tu frío rostro y de pensar en algo que distraiga tu atención del dolor de cabeza. Pero no hay nada en el mundo más importante que tu dolor de cabeza, así que tienes que rendirte a su monopolio de tus neuronas. Sientes cada punzada e intentas describirla, no por nada, sino por entretenerte.
Ravel de Jean Echenoz
ISBN 978-84-339-7727-4 PVP con IVA 7,90 € Nº de páginas 128 Colección  Compactos Traducción Javier Albiñana
Los últimos años de la vida de Maurice Ravel transcurren entre 1927 y 1937. Con una escritura a caballo entre el jazz y la narrativa cinematográfica, Echenoz despliega un retrato ficticio del compositor sembrado de verdades biográficas: son reales la epopeya en Verdún, las sesenta camisas y los veinticinco pijamas de la gira americana o los encuentros con Douglas Fairbanks, Charles Chaplin o George Gershwin. Pero lo esencial no está en la vida del hombre sino en la sutil pero lacerante ironía con que es narrada esa vida. Aquí reencontramos los temas favoritos del escritor: la desaparición, el viaje y los conflictos de identidad que caracterizan a los protagonistas de sus novelas. Y el verdadero Ravel acaba siendo uno de los más espléndidos personajes del imaginario de Echenoz. «Espléndido libro» (Jacinta Cremades, El Mundo). «Clásico y transgresor a un tiempo (…) hay quien ve en Echenoz un David Lynch de la literatura» (María Fasce, Marie Claire).
Ficha del libro