Hace semanas que quería escribir sobre una película verdaderamente alquímica. Es uno de esos productos disney de los ochenta, relato de aventuras y simbolismo mágico que aprovechaba el filón animado por el éxito comercial de "Star Wars". Y dentro del subgénero de "espada y brujería" podemos considerarla pieza nuclear y seminal de posteriores desarrollos que desde entonces hasta hoy jalonan las carteleras, además de ejemplar de un formato olvidado, tanto como la propia película, la cual merece ser reivindicada, llámenla peliculón, obra maestra o como ustedes prefieran. El otro referente ineludible es Conan, the Barbarian, aventura bruta que construye un arquetipo del poder carnal y la violencia. El film de John Milius contiene un extraño lirismo sobre el cual poco se ha escrito. Pero Dragonslayer es la parábola legendaria que mejor instrumenta el conjuro de antiguos poderes, desmenuzados en la imaginación de un espectador que sea receptivo. Es cuando la mirada del espectador puede catalizarlos hacia la sensitividad de lo cotidiano, o del relato de una vida, esos sueños grabados en celuloide. El filme cuenta con un gran diseño de producción y unos recursos plásticos que recrean la atmósfera medieval, es el mejor paradigma del espíritu de la edad media mitológica, por su construcción tan precisa y escueta, aprovechando escenarios mínimos y prescindiendo de los excesos geográficos e históricos de Tolkien o de la archiconocida adaptación cinematográfica llevada a buen puerto por Peter Jackson. La historia narrada se sirve de los elementos simbólicos para desplegar toda la acción y la fantasía, no necesita circunscribir historiográficamente a una civilización ni mostrar un tablero de reinos en pugna. El Dragón es la fuerza destructora de la naturaleza. Ésta necesita cobrarse vidas si una determinada comunidad de individuos pretende sobrevivir. En el núcleo de este planteamiento subyace una idea política, y menciona de forma muy explícita el eterno tema de la lucha de clases. El Dragón es ese elemento del imaginario humano que exterioriza la bestialidad que nos es inherente. Sólo el mago alquimista, conocedor consciente de las luces y las sombras que anidan en su interior, puede destruir al Dragón en un ritual de muerte y retorno a la vida, pues debe morir con el Dragón que es una parte de sí mismo. Aquí la muerte compartida es una simbiosis entre bestialidad e idealidad, restaurando un equilibrio. No obstante prevalece el tono crepuscular y nos sumerge en el fin de los magos y de la tradición pagana en beneficio de la definitiva hegemonía del cristianismo ( y ya sabéis lo que hizo la Iglesia romana con la Bestia: le otorgó una existencia literal y externa, y la utilizó para infundir miedo a la plebe) apareciendo incluso en una amarga resolución: la secuencia en la que, una vez destruido el Dragón, el monarca se apropia para sí y para la civilización que representa la victoria sobre esos cultos tenebrosos y la consecuente salvación. Esta es una de esas escasas películas donde la fantasía es un espejo de humanidad llena de códigos mágicos, civiles, militares y religiosos, y nos sirve de punto de partida para poder refutar ciertos quietismos presentes en la opinión mayoritaria a la hora de juzgar la fantasía épica, desarrollada en cine o en literatura. Hacemos muy mal en llamarlo "cine de evasión". Al contrario, nos enfrenta a las tensiones generadoras de conflictos, tanto en nuestra historia individual como colectiva. Una auténtica virguería del entertainment desde una propuesta minimalista porque, como ya he apuntado, se aferra a la precisa orquestación de los símbolos sin tener que construir un mapa de historia y sociedad. El drama, en consecuencia, transcurre sin artificios ni lenguaje engolado, y los personajes aceptan su antiheroicidad resignados a permanecer en un mundo decadente. Y una promesa de posible amor que se aleja a lomos de un caballo blanco.
Hace semanas que quería escribir sobre una película verdaderamente alquímica. Es uno de esos productos disney de los ochenta, relato de aventuras y simbolismo mágico que aprovechaba el filón animado por el éxito comercial de "Star Wars". Y dentro del subgénero de "espada y brujería" podemos considerarla pieza nuclear y seminal de posteriores desarrollos que desde entonces hasta hoy jalonan las carteleras, además de ejemplar de un formato olvidado, tanto como la propia película, la cual merece ser reivindicada, llámenla peliculón, obra maestra o como ustedes prefieran. El otro referente ineludible es Conan, the Barbarian, aventura bruta que construye un arquetipo del poder carnal y la violencia. El film de John Milius contiene un extraño lirismo sobre el cual poco se ha escrito. Pero Dragonslayer es la parábola legendaria que mejor instrumenta el conjuro de antiguos poderes, desmenuzados en la imaginación de un espectador que sea receptivo. Es cuando la mirada del espectador puede catalizarlos hacia la sensitividad de lo cotidiano, o del relato de una vida, esos sueños grabados en celuloide. El filme cuenta con un gran diseño de producción y unos recursos plásticos que recrean la atmósfera medieval, es el mejor paradigma del espíritu de la edad media mitológica, por su construcción tan precisa y escueta, aprovechando escenarios mínimos y prescindiendo de los excesos geográficos e históricos de Tolkien o de la archiconocida adaptación cinematográfica llevada a buen puerto por Peter Jackson. La historia narrada se sirve de los elementos simbólicos para desplegar toda la acción y la fantasía, no necesita circunscribir historiográficamente a una civilización ni mostrar un tablero de reinos en pugna. El Dragón es la fuerza destructora de la naturaleza. Ésta necesita cobrarse vidas si una determinada comunidad de individuos pretende sobrevivir. En el núcleo de este planteamiento subyace una idea política, y menciona de forma muy explícita el eterno tema de la lucha de clases. El Dragón es ese elemento del imaginario humano que exterioriza la bestialidad que nos es inherente. Sólo el mago alquimista, conocedor consciente de las luces y las sombras que anidan en su interior, puede destruir al Dragón en un ritual de muerte y retorno a la vida, pues debe morir con el Dragón que es una parte de sí mismo. Aquí la muerte compartida es una simbiosis entre bestialidad e idealidad, restaurando un equilibrio. No obstante prevalece el tono crepuscular y nos sumerge en el fin de los magos y de la tradición pagana en beneficio de la definitiva hegemonía del cristianismo ( y ya sabéis lo que hizo la Iglesia romana con la Bestia: le otorgó una existencia literal y externa, y la utilizó para infundir miedo a la plebe) apareciendo incluso en una amarga resolución: la secuencia en la que, una vez destruido el Dragón, el monarca se apropia para sí y para la civilización que representa la victoria sobre esos cultos tenebrosos y la consecuente salvación. Esta es una de esas escasas películas donde la fantasía es un espejo de humanidad llena de códigos mágicos, civiles, militares y religiosos, y nos sirve de punto de partida para poder refutar ciertos quietismos presentes en la opinión mayoritaria a la hora de juzgar la fantasía épica, desarrollada en cine o en literatura. Hacemos muy mal en llamarlo "cine de evasión". Al contrario, nos enfrenta a las tensiones generadoras de conflictos, tanto en nuestra historia individual como colectiva. Una auténtica virguería del entertainment desde una propuesta minimalista porque, como ya he apuntado, se aferra a la precisa orquestación de los símbolos sin tener que construir un mapa de historia y sociedad. El drama, en consecuencia, transcurre sin artificios ni lenguaje engolado, y los personajes aceptan su antiheroicidad resignados a permanecer en un mundo decadente. Y una promesa de posible amor que se aleja a lomos de un caballo blanco.