Veréis hermanos, hoy os pido permiso para no hablar de las particularidades propias del Grado que hoy se me otorga por elevación ni de los precedentes conferidos por comunicación. Muy al contrario, me gustaría hacer alguna reflexión acerca de lo acontecido durante mi ya dilatada carrera masónica.
Y no me refiero con dilatada a larga, pues la extensión y la dilatación de las cosas no son lo mismo aunque la primera pueda ser una resulta de la segunda. Me refiero más bien a la dimensión de la responsabilidad de ser masón, cuya importancia practico a diario con el esfuerzo adecuado para formarme e informarme. Los que más me conocéis ya sabéis a qué me refiero.
No obstante, me comprometo ante este capítulo y esta cámara a aburriros las veces que sean necesarias con Pl.·. versadas sobre cada uno de ellos en el momento que tenga la oportunidad de estudiarlos con más profundidad.
Una vez llegados a este punto, sin retorno diría yo, cuando se me propuso y votó para esta ocasión se me ocurrió una pregunta. Una pregunta que hizo que me cuestionara incluso hasta los cimientos que creía más sólidos en mí: ¿Quién soy yo?
Esta cuestión surge no sólo por una inquietud o crisis filosófica, sino también, por la inminente responsabilidad que este grado me otorga y que tantas satisfacciones de seguro me proporcionará.
Bien, tras pensar durante semanas y leer sobre el tema llegué a una conclusión que seguramente, sin haber pasado por la masonería, no hubiera determinado: Simplemente NO soy nadie.
No lo digo por modestia o porque realmente piense que no lo soy. Es que no soy nadie para juzgarme. Uno se para a pensar en sus satisfacciones personales, en sus problemas o en sus inquietudes y sólo alcanza a comprender que sólo son el producto de unos factores externos, que a menudo nos rodean por puro azar, en un contexto histórico continuamente cambiante, incluso podríamos decir que convulso. Hay infinidad de factores que escapan a nuestro control y, sin embargo, impactan directamente en nosotros, e nuestra forma de vivir y de pensar.
Así pasamos, de un yo cerrado (ego cartesiano) a un yo abierto, ya que la filosofía a partir de ahora no empezará en el yo, sino en el Otro.
Entonces, ¿cuándo soy yo? Cuando otro me nombra, si nadie nos nombra no somos nada. Podemos sustituir, de esta manera el "pienso, luego existo", que enunciaba Descartes, por "soy nombrado, luego existo".
Así, para Lévinas, el punto de partida del pensamiento filosófico no ha de ser el conocimiento, sino el reconocimiento, pues a través de los otros me veo a mí mismo. Esto le conducirá a sustituir las categorías tradicionales por otras nuevas como la mirada o el rostro: La mejor manera de encontrar al rostro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos [...] La piel del rostro es la que está más desprotegida, más desnuda [...] Hay en el rostro una pobreza esencial. Prueba de ello es que intentamos enmascarar esa pobreza dándonos poses, conteniéndonos [...].
Vemos cómo la ética levinasiana es también una ética de la justicia pues, queramos o no, estamos obligados a juzgar, a emitir juicios, a comparar. Por ello, para convivir se hace imprescindible la presencia de un Estado que nos garantice seguridad, aunque esto nos prive de una parte de nuestra libertad. Lévinas advierte que el Estado deberá ser democrático ya que, en un Estado fiel a la justicia existe la preocupación constante de revisar la ley. Así, al tener el mismo peso el Estado y los ciudadanos en una democracia, éstos podrían cambiar poco a poco las leyes e introducir término esencial como el de solidaridad en ellas, ya que lo que le exigimos a la justicia no es que sea solidaria sino que sea justa. Es por lo que Lévinas habla de una subordinación de la justicia y del Estado a la idea solidaria, responsabilizando así a los ciudadanos de suavizar la dureza de las leyes.
Con lo cual, y abrazando el sustrato de esta idea, he podido interiorizar que somos seres esencialmente sociales, con necesidades de comunicación infinitas y urgentes y, a través de ello, a través de los ojos colectivos, propiciamos la expectoración de nuestras aristas internas expulsando así de nosotros el fango que recubre nuestro ego, que no es otra cosa que puro artificio.
Cuando hablamos y escuchamos nuestra voz grabada, no la reconocemos, sin embargo, es la que tenemos para los demás, nuestra voz real es la que el resto percibe y no es la que resuena en nuestras cuerdas vocales.
Se habla siempre de dos cosas fundamentales en este asunto nuestro de color masón: el de dejar los metales fuera y de que no somos masones si no nos reconocen como tal nuestros iguales. Esa es para mí la esencia del yo, la ausencia precisamente del mismo y escrutado constantemente por el Otro, ambos sujetos con las mismas mayúsculas.
Con lo cual, y a expensas de vuestro criterio, seré yo mismo y vuestra percepción de mí, confío en vuestro juicio, en el espejo que me ponéis hoy delante para intentar interpretar el reflejo que me ha sido devuelto.
He dicho.