Si hoy -cuando el presidente electo haga público su gabinete- preguntamos ¿Quiénes deben gobernar? Probablemente la respuesta más inmediata será “los mejores”. Otra quizás será “el pueblo”. Lo cierto es que ambas respuestas son totalmente inútiles.
Por siglos, y de manera fútil, el problema fundamental de la política ha girado en torno a ¿Quiénes deben ejercer el poder y su voluntad?
Las respuestas han sido variadas durante siglos; que los valientes, que los sabios, que los filósofos, que los brujos, que los clérigos, que los reyes, que los jueces, que los arios, que los revolucionarios, que los obreros, que los intelectuales, que los empresarios, la “voluntad general”, que “el gobierno de la ley”, “el proletariado”, el “pueblo” y un largo etc.
Por defender cada una de estas respuestas, los seres humanos se han matado en centenares, han hecho guerras brutales y han arrasado pueblos enteros, sin obtener nada bueno. Porque tal como decía Karl Popper “cualquiera de estas respuestas, por convincente que pueda parecer –pues ¿quién habría de sostener el principio opuesto, es decir, el gobierno del “peor”, o “el más ignorante” o “el esclavo nato?” –es, como trataré de demostrar, completamente inútil”.
Extrañamente –y aunque la historia completa demuestra que no hay grupo, clase o raza infalible o superior moralmente a otra, y que los gobernantes no siempre son sabios y buenos- las personas siguen creyendo en la posibilidad de establecer un gobierno de los mejores. Y otros siguen prometiéndolo.
Sin embargo y erróneamente “suponen tácitamente que el poder político se halla esencialmente libre de control” (Karl Popper). Ilusamente las personas creen que el gobernante –sobre todo el de su preferencia- está lleno de virtudes y se encuentra libre de los vicios del poder y entonces dicen cosas como: “es muy rico así que no robará”; o “es parte del pueblo así que no lo traicionará”, etc…
Esta forma de razonar en cuanto al poder político -que Popper llama la teoría de la soberanía- “la adoptan implícitamente aquellos escritores modernos que creen, por ejemplo, que el principal problema estriba en la cuestión: ¿Quiénes deben mandar, los capitalistas o los trabajadores?” (Karl Popper).
Lo cierto es que este modo de abordar la cuestión política, de confiar ciegamente en los gobernantes y sus promesas (aún cuando quieran cumplirlas), deja de lado varios aspectos importantes relativos al modo en que se desenvuelve el poder.
EL MITO DEL GOBIERNO DEL MÁS SABIO
Los que creen en el gobierno de los más sabios o mejores, olvidan por ejemplo, que cualquier gobernante –desde el más sabio al más inepto- está expuesto a las presiones (ambiciones y vicios) de sus subalternos, viéndose obligado a dar concesiones, pagar favores, etc. En otras palabras, no toman en cuenta que “aún el tirano más poderoso depende de su policía secreta, de sus secuaces y de sus verdugos” (Karl Popper).
En este sentido, Popper es claro en decir que “debemos siempre prepararnos para lo peor aunque tratemos, al mismo tiempo, de obtener lo mejor” y agrega que “me parece simplemente rayano en la locura basar todos nuestros esfuerzos políticos en la frágil esperanza de que hayamos de contar con gobernantes excelentes o siquiera capaces”.
Irónicamente y en base a esta creencia, hasta nuestros días, la mayoría de las personas –sea cual sea su posición ideológica o política- adopta una posición religiosa frente a sus líderes, atribuyéndoles todas las cualidades posibles, incluso las que no tienen realmente. Se auto inventan el mito del gobierno de los mejores y entonces los santifican.
Lo cierto es que esa devoción hacia los gobernantes y esa falta de desconfianza en el poder, ponen en riesgo nuestra propia libertad y nos coloca a un paso del dilema de la libertad -que Platón planteara muchos siglos atrás- en cuanto a que una mayoría podría libremente someterse al gobierno de un tirano.
LAS INSTITUCIONES Y LAS PERSONAS
Debido a lo que explicábamos anteriormente, la mayoría de las personas creen que los problemas y vicios de la política se resuelven simplemente cambiando personas. En ningún caso analizan cuáles son las instituciones mediante éstas actúan. Lo cierto es que “El principio del conductor o líder no reemplaza los problemas institucionales por problemas de personas, sino que crea, tan sólo, nuevos problemas institucionales” (Karl Popper).
Así por ejemplo y extrañamente, una dictadura para unos u otros, es buena o mala según quién sea el dictador, o los resultados qué generó, o lo que se espera genere. Es decir, que definen la dictadura no según las instituciones que está suprime sino que según la persona que la ejerce.
En otras palabras, una institución como la libertad política, para algunos vale según quién la suprime. Y esa ironía la podemos ver en quienes han apoyado dictaduras tanto de izquierda como de derecha.
Como podemos ver, ese modo de razonar que es transversal, elimina “el problema del control institucional de los gobernantes y del equilibrio institucional de sus facultades. El mayor interés se desplaza, así, de las instituciones hacia las personas, de modo que el problema más urgente es el de seleccionar a los jefes naturales y adiestrarlos para el mando” (Karl Popper).
Para quienes –al igual que Popper- no creemos en el gobierno de los mejores, ni en grupos, clases o razas infalibles para gobernar, la pregunta importante no es ¿Quién debe gobernar? La pregunta importante es ¿En qué forma los ciudadanos podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionarnos demasiado daño?
Porque “si deseamos efectuar progresos, deberemos dejar claramente establecido qué instituciones deseamos mejorar”. (Karl Popper). Y eso lo debemos hacer todos no unos cuantos iluminados de turno o elegidos a dedo.
*Citas extraídas de LA SOCIEDAD ABIERTA Y SUS ENEMIGOS (1945)