—No se sabe lo que pueden contagiar —dijo una mujer que, cesta en mano, ofrecía peladillas envuelta en una túnica, con las uñas más negras que había visto nunca.—Eso es, es que deberían hacer algo —murmuró mi padre.Desde entonces, ya supe lo que quería ser de mayor. Costumbre muy arraigada entre las familias, preguntar a niños que no levantaban un palmo del suelo:—¡Que ricura! ¿y que quieres ser tú de mayor?Mi hermana profesora, ya lo tenía definido. Aunque creo que esa afirmación se la dio mi madre, que veía con claridad que sólo dos trabajos podía tener una mujer, profesora o ama de casa. Y así lo comentaba habitualmente en la puerta del colegio, en la tienda de ultramarinos, en la pescadería o tomando café por las tardes con sus amigas. Por eso, a mi hermana no se le ocurrió otra cosa que decir, que lo que llevaba aprendido desde que tenía el poder de oír.En cambio yo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras mi mente divagaba por mundos que serían imposibles de llegar a ver, respondía:—Perro, quiero ser perro.Esto provocaba carcajadas entre mis tíos y un azoramiento entre mis padres, que se miraban entre sí. Después, en casa, me echaban diversas charlas de porqué no podía ser un animal, de que debía ejercer una profesión. Que en un futuro tendría un perro y así me aliviaría esa ansia, pero que ahora, no debía decir esas cosas o me tacharían de loca y me tendrían que llevar al médico, donde me encerrarían por desquiciada.¿Y que tenía de malo ser perro?, ¿no me decían, acaso, que poder ser cualquier cosa? Esto provocó en mí una gran confusión. Ellos, en su insistencia para que olvidara el asunto, decidieron que podía ser veterinaria.—Así podrás estar con los animales y curarlos. ¿Qué te parece?, pero no puedes ser uno de ellos.Y así quedó zanjado el asunto. Desde entonces, me ocupé de no expresar mi verdaderos sentimientos a mi familia, con la que cada día me sentía menos identificada. Mi comportamiento era ejemplar. En el colegio sacaba buenas notas, obedecía en todo, por lo menos en apariencia. Porque cuando llegaba la tarde y podía salir a jugar, durante dos horas, al campo cercano, lo dedicaba a buscar perros vagabundos. Era tal la necesidad que sentía de ellos, que me alejaba kilómetros sin saberlo y después me costaba la misma vida volver, siempre guiada por las luces de mi casa, que mi padre encendía bastante pronto, en aquel paraje desierto aún sin habitar. Vivíamos en un bloque de pisos, a las afueras de un pueblo pequeño, rodeados de campo salvaje y más allá, el cementerio. Mi madre se jactaba de que ellos fueron los primeros en habitarlo, que todos lo anhelaban; porque hasta ese momento, sólo había casas con patios enormes que había que arreglar, encalar, etc. Y el piso, aunque fuera pequeño y con habitaciones imposibles, representaba la modernidad y, sobretodo, el poco trabajo de mantenimiento.—Mira —decía mi madre en el supermercado— son las once y media, y ya me veis, todo hecho. Si es que se barre en un periquete. Vamos, que hemos acertado con venir aquí.Y lo decía tan convencida, cosa que ahora se reprocha, mientras las demás, monedero colocado adecuadamente debajo de la axila, asentían. Ellas se tenían que encargar de casas llenas de humedades, repasar los tejados y limpiar los sótanos repletos, a veces, de seres diminutos indeseados. Era todo un cometido y mi madre lo sabía, por eso se regodeaba.
FIN