Un joven fue a ver un sabio cierto día y le preguntó: señor, ¿qué debo hacer para convertirme en un sabio? El sabio no contestó. El joven, después de haber repetido su pregunta cierto número de veces con parecido resultado, lo dejó y volvió al siguiente día con la misma demanda. No obtuvo tampoco contestación alguna, y entonces volvió por tercera vez y repitió su pregunta: ¿qué debo hacer para convertirme en un sabio?
Finalmente el sabio lo atendió y se dirigió a un río que por allí corría. Entró en el agua llevando al joven de la mano. Cuando alcanzaron cierta profundidad, el sabio se apoyó en los hombros del joven y lo sumergió en el agua, a pesar de sus esfuerzos para desasirse de él. Al fin lo dejó salir, y cuando el joven hubo recuperado el aliento, el sabio interrogó:
Hijo mío, cuando estabas bajo el agua, ¿qué era lo que más deseabas?
Sin vacilar contestó el joven: aire, quería aire.
No hubieras preferido mejor riquezas, placeres, poderes o amor? ¿No pensaste en ninguna de esas cosas?
No, señor, deseaba aire y sólo pensaba en el aire que me faltaba – fue la inmediata respuesta.
Entonces, dijo el sabio, para convertirte en un sabio debes desear la sabiduría con la misma intensidad con que deseabas el aire. Debes luchar por ella y excluir todo otro fin de tu vida. Debe ser tú sola y única aspiración, día y noche. Si buscas la sabiduría con ese fervor, seguramente te convertirás en un sabio.
Este es el primer requisito fundamental que todo aspirante al conocimiento oculto debe poseer: un deseo ardiente, una sed abrasadora de conocimiento oculto; pero debe ser con un deseo intenso de ayudar a la humanidad, un olvido completo de sí mismo para trabajar para los demás.