Volar, viajar. Foto: Conchi Gómez.
Levantarte en una cama extraña, beber un café terriblemente negro, pisar baldosas ajenas, oler la pausa, sentirte rara, oír sonidos inimitables, que te baje el ritmo cardiaco, pasar horas mirando un paisaje… No sé a ustedes, pero a mí me entra cada cierto tiempo la fiebre por desaparecer; coger un avión y caer en un punto desconocido, no necesariamente lejano. Subirme a un coche y conducir por carreteras secundarias. Pararme en cualquier pueblo muerto, entrar en el primer bar y decir: ¿Y entonces?
Vale, es cierto que no he dicho exactamente esa frase, pero en alguna ocasión me han dado ganas al comprobar la cotidianidad con que la gente que te acaba de ver por primera vez te mira.
Me gusta viajar. Pero viajar viajando. Que pasen los años y no te acuerdes de aquel bar, de aquel café, de aquella música… eso no es viajar. Recuerdo una ocasión en que llegamos a un pueblo francés que se nos apareció en el mapa: Orange. No habíamos oído absolutamente nada de él y luego pensamos en cómo era posible no saber que allí se erigía uno de los teatros romanos más conservados del mundo. Ahora ya lo sé, claro, y lo vi, y lo disfruté. Lo cierto es que al margen de aquella magnífica muestra de arquitectura del siglo I, allí me sentí parte del día a día. El olor a embutido y a queso del mercado callejero de los jueves, aún lo llevo impregnado. Sería capaz de identificarlo ahora mismo.
Hace tiempo que no viajo y empiezo a sentirme demasiado habituada a la cama, al café aguado, al cemento común, a presenciar la prisa, a los ruidos de siempre, al corazón acelerado…