Si el discurso que pronunció el candidato en el Parlamento de Cataluña lo hubiera pronunciado un gobernador de cualquier estado norteamericano, habría salido del recinto esposado y detenido por la Guardia Nacional o el FBI. En España, una declaración de guerra, una burla a la Constitución y un derroche de xenofobia y odio, lanzados por el presidente de una comunidad autónoma es probable que ni siquiera tenga consecuencias penales.
La causa inmediata del drama es la indolencia y la indecisión del gobierno de Mariano Rajoy, al que le falta contundencia y rigor aplicando la Constitución, pero la causa profunda es la preponderancia de los partidos políticos sobre la misma nación y sobre los valores y normas básicas de la democracia, una carencia que no sólo daña a la nación y a los ciudadanos, sino también el bien común y todos los valores propios de la política tradicional democrática: el interés general, el sentido del deber, el honor, el servicio al ciudadano y la búsqueda constante, desde las instituciones del Estado, de la justicia y la felicidad de los ciudadanos.
El sistema político español es claramente una dictadura encubierta de partidos políticos, sin ciudadanos y sin valores, un drama que está detrás de la actual decadencia española y de la falta de prestigio de España en el mundo, donde se nos contempla, con razón, como una democracia prostituida y secuestrada por los partidos políticos. Los partidos políticos ocupan la cumbre del poder y son el máximo centro de decisiones, sustituyendo en esos espacios a la nación y a la ciudadanía.
Las víctimas del sistema alterado son muchas, desde los ciudadanos al bien común, la libertad y un sinnúmero de valores, pero el daño mayor es para los ciudadanos y la nación, condenados a vivir mermados y carentes de ilusiones, esperanzas y horizontes atractivos.
Los partidos políticos tienen que cumplir la orden constitucional de practicar la democracia interna y tienen también que perder poder y someterse al imperio de la ley y a la influencia y control de la ciudadanía. Sin esos cambios, España seguirá siendo una dictadura de partidos, en la que gobiernan sin controles suficientes y sin que los ciudadanos ni los poderes básicos del Estado, sobre todo la Justicia, puedan someterlos.
A partir de ahora se abre una etapa incierta y peligrosa en Cataluña sin que el Partido Pupular, en cuyas manos está el timón del Estado, parezca darse cuenta del enorme riesgo que amenaza a la nación española, no sólo de que su unidad se rompa, sino también de que el liderazgo político, desprestigiado e inepto, deje de ser respetado y salte por los aires, impregnado de indolencia e inutilidad.
El nuevo presidente de Cataluña, un tipo xenófobo y radical que sueña con una abierta rebelión popular, que odia a España, a los españoles y, sobre todo, a los catalanes que se sienten españoles, no debería ocupar la presidencia de un gobierno autonómico español porque no reúne las condiciones ni las garantías mínimas exigibles.
Pero ocurre que como los partidos son los dictadores y se niegan a someterse y a tener limitaciones, el tal Quim Torra podrá, seguramente, cumplir sus tenebrosas e insultantes promesas de emplear su poder y sus recursos en construir una república catalana, abriendo de nuevo las embajadas, utilizando para su obra demoledora el dinero de nuestros impuestos y actuando contra la nación como lo hace un cáncer maligno.
Francisco Rubiales