“Buenas noches, me llamo Jesús, mi padre era José y mi madre, María. Y de pesebre andábamos cortitos”. Así se presentó Quintero en Granada, en el Foro de la Magdalena, hace unos días.
Para entonces ya era trending topic la supuesta bancarrota del loco de la colina; por eso, José María Arenzana, quien fuera su guionista y partenaireen la velada granaína, lo recibió a portagayola: “Quintero tiene muchísimos talentos, pero ninguno como su extraordinaria capacidad para arruinarse”. Cuestión zanjada.
La gente que abarrotó el teatro –decenas de personas se quedaron fuera- disfrutó de un Quintero reflexivo, seductor, introspectivo, desternillante. El comunicador onubense, más allá de murmuraciones y chismorreos, sigue siendo una estrella incontestable.
Durante décadas pasaron por sus programas los personajes más poderosos, más deseados y más brillantes, atraídos por su fama de entrevistador inteligente, profundo y algo excéntrico.
Y también los nuevos pícaros, los modernos lazarillos. Los raros, los marginales, los distintos. Los cuadros daleaos.
Su flauta convocaba a los intelectuales y a los notables, pero también a los ratones coloraos, a aquellos que Ruibal imaginó salvándose del hundimiento del Titanic agarrados a la tabla del jamón.
Vargas Llosa y El Penumbra, Tito Triana y Joan Manuel Serrat, Jorge Luis Borges y el Risitas.
Detective sin prisa, el loco se agarraba al micrófono dorado como un croonerdel tercer mundo y llenaba el espacio con sus silencios y esa cadencia en la forma de preguntar, de asomarse al interior de sus invitados. Perro verde, vagamundo, lobo estepario.
Jesús Quintero es historia viva de la comunicación, pero eso poco parece importar en los tiempos de la televisión basura, twitter y los pinchazos digitales. El periodismo –con honrosas excepciones- ha caído en manos de los mercaderes y cuando huele la sangre no duda en poner en marcha la máquina de triturar prestigios.
Como tantas otras cosas, la intimidad ha muerto: era un privilegio de la casta que había que sacrificar en el altar populista de la transparencia.
En un país de vecindonas, el sacrosanto derecho a la información corre siempre el peligro de deslizarse hacia el sumidero del cotilleo, de convertirse en una excusa para alimentar el interés morboso y satisfacer los deseos de venganza de un sector del público.
La claridad informativa como coartada falsa para husmear en las cuentas de Quintero o encaramarse a la ventana de la habitación del hotel de David de Gea.
La privacy es una reliquia del pasado, una excrecencia de la cultura burguesa, un anacronismo incompatible con la telecracia popular de este principio de siglo.
Por otro lado, es tal la necesidad de epatar para obtener pinchazos –la droga amarilla a la que están enganchados los medios digitales- que ya no se respeta a nadie, ni siquiera a los maestros.
Quintero, bandera del periodismo de calidad, vetado por incorruptible, es un hombre excesivo, pero honesto, capaz de asumir su estrechez económica con la dignidad de la que carecen los mierdecillas que estos días vomitan la bilis verde del rencor y de la envidia.
Tampoco están exentos de culpa jueces, policías y fiscales. Tienen bajo su custodia mucha información sensible y no deberían olvidar que su deber es proteger al ciudadano y hacer que se cumpla la ley.
Como ha escrito Colmenarejo en ABC, “estamos en sus manos, indefensos, cuando sueltan a los leones carne fresca, a sabiendas de que hay gente sedienta de escarmiento ajeno”.
El gran Manolo Reyes lo diagnóstico certeramente cuando el loco, con su poquito de guasa, le lanzó esta provocación en una de sus memorables entrevistas: “¿Te molesta que te llamen El Jorobado de Notre Barbate?”.
Y Manolito Pozí, con los ojos muy abiertos y sosteniendo el cigarro como una diva de extrarradio, dibujó una mueca de fastidio antes de responder: “Jezú, en mi pueblo lo que hay es mucha mala leche”.