72 a de C.
En aquel tiempo, Roma había consolidado su dominio en toda la cuenca occidental del Mediterráneo. Las conquistas habían reportado grandes beneficios al estado y a las clases pudientes. No ocurría lo mismo con las clases menos favorecidas, quienes agrupadas en las ciudades amenazaban con desestabilizar el orden social.
“Me llamo Quinto Sertorio. Fui acusado de alta traición a Roma y por eso mandaron asesinarme. ¡Qué fácil resulta insultarme, calificarme de aventurero y de traidor a mi patria cuando fueron precisamente algunos de sus gobernantes los que traicionaron al pueblo romano, y a mí me arrinconaron en el desván de los olvidados, mandándome lejos donde no estorbara, cuando precisamente lo di todo por ella! ¡Hasta un ojo! ¡Sí, un ojo, como Aníbal. Pero por Roma, no contra ella! Otra cosa es que yo consintiera apoyar los turbios manejos de ambiciosos y siniestros personajes como Sila. Ese déspota, ese tirano, ese asesino. Por ahí no pasé. Y lo pagué caro.En la guerra de Yugurta contra los númidas me involucré sin importarme el riesgo. Luego, alcancé cierto prestigio a raíz de mis valerosas intervenciones militares en las batallas de Arausio (105 a de C), Vercelae (102 a de C), contra los cimbrios y los teutones, a las órdenes de Cneo Malio Máximo y Cayo Mario respectivamente. Logré en ese año infiltrarme en el territorio de los cimbrios para conocer sus movimientos aprovechando mis conocimientos de la lengua de los bárbaros. Crucé el Ródano a nado a pesar del peso de mi escudo y de mi coraza. Y me hice pasar por uno de ellos. Luego, ya nombrado Tribuno militar destinado en Hispania, aborté una conspiración contra Roma (93 a de C). Tres años después combatí en la guerra social contra Sila apoyando a los demócratas. Yo venía de una familia modesta, por eso nunca entendí la ambición desmedida de muchos patricios como los partidarios de Sila. Soy hijo de un pequeño propietario rural del centro de la península itálica. Pronto enviudó mi madre. De ella aprendí a ser humano y generoso con los demás. Nunca vi tratar a los esclavos domésticos como perros; antes, al contrario, compartían la mesa, el pan y la casa con nosotros.
Tras una azarosa vida militar, me convertí en uno de los más destacados generales del partido popular romano durante las guerras civiles que sacudieron mi país. El partido popular (*) estaba acaudillado por Mario, del que yo era lugarteniente, y luchaba contra el partido patricio, liderado por Sila, quien con el tiempo llegaría a dictador. La guerra entre ambas facciones, en realidad una lucha de clases, originó masacres como nunca había conocido Roma. Para que os hagáis una idea os diré que la dictadura patricia representó el exterminio programado de sus contrincantes de un modo sin parangón hasta entonces en la historia de occidente. Muchos partidarios de los populares perseguidos por aquel régimen de terror hubieron de exiliarse para salvar la vida. Por eso jamás reconocí al sanguinario “optimate”, al aristócrata, al conservador, al usurpador, al que mató a Mario, al que asesinó al defensor de los humildes.
Más daño que la guerra hace al hombre la ambición, un sentimiento que anida en el corazón de muchos, pues tanto el hombre virtuoso como el perverso aspiran legítimamente al honor y a la riqueza. La diferencia estriba en que mientras el hombre bueno intenta alcanzar su objetivo por caminos honrados, el malo lo hace con argucias y malas artes. La ambición entonces se convierte en avaricia, un veneno que convierte al que lo prueba en un ser egoísta e insaciable. Y en ese camino, una vez emprendido, el perverso no duda en apartar a la gente honrada que le estorba. Y para ello recurre a la traición, al robo, a la mentira, a la violencia, al asesinato. Ese fue el camino iniciado por Sila, el optimate, el aristócrata, engreído y vanidoso, quien para conseguir sus fines de gloria no dudó en apartar de él todo obstáculo que se interpusiera a su paso. Ese fue el método y ese también el nefasto ejemplo que el dictador ofreció a sus soldados, quienes, del mismo modo que su general, se dejaron llevar por la degeneración y se entregaron a la brutalidad, al pillaje, a la embriaguez, a la incontinencia, al robo… Desde el mismo momento en que la codicia y la mala voluntad se instalan entre las personas, el vicio sustituye a la virtud, la soberbia ocupa el lugar de la templanza y se olvida la piedad frente al enemigo que cae, no teniendo compasión de los vencidos.
Así no se construye un imperio. Los territorios que han engrandecido Roma quieren mirarse en ella, admirar sus obras, asimilarse a su cultura, romanizarse en paz; pero el vicio y la avaricia no son buenos espejos. El egoísmo y la soberbia, además de frágiles y caducos, producen desconfianza y distanciamiento; sólo la virtud de la moderación es duradera, porque queda apartada de los abusos y de la crueldad. Sila, ensimismado en su poder, no quiso nunca entender cuál era el verdadero camino a seguir."Continúa...
(*) Para entendernos: la izquierda.Fragmento de un capítulo de EN LA FRONTERA Un pdf de descarga gratuita.