Pero como por naturaleza soy muy testarudo, lejos de amilanarme recluté un nuevo ejército en la provincia de Mauritania y crucé el estrecho dos años después, con la intención de reconquistar Hispania, incluso intenté tomar Ebusus (Ibiza) con ayuda de los piratas cilicios de Anatolia, empresa en la que fracasé, pero que fomentó a mi costa el infundio o la leyenda del general romano traidor y pirata. No obstante, enseguida me volví a hacer dueño de la situación y en poco tiempo me gané a las tribus de Hispania y, tras lograr el apoyo entusiasta de los caudillos locales, en un año me convertí en el amo de todo el valle del Guadalquivir y de la Lusitania. Los lusitanos, como si yo fuera un nuevo Viriato, me acogieron con los brazos abiertos. Los iberos me querían. Estaban dispuestos a sacrificarse por mí. Una vez, ante un ataque de los romanos, acosado por sus armas, me rescataron en pleno combate y no haciendo aprecio de sí mismos, me levantaron sobre sus hombros y me fueron pasando de unos a otros hasta la muralla, donde quedaba seguro, y una vez allí se dieron a la fuga para no perecer a manos del enemigo.
Un traidor. Eso era lo que decían de mí. Un enemigo de Roma que había hecho pactos con extranjeros. Eso contaban los que mientras hablaban de mí traicionaban la generosidad de Roma. Yo no luché contra mi patria, sino contra los que se habían apropiado del poder y habían tiranizado a mis compatriotas. Yo quise hacer romanos de los pueblos conquistados para que compartieran su grandeza y su esplendor. Para mí, Hispania era de verdad un pedacito de Roma.
“Por la armonía, los estados pequeños se hacen grandes, mientras que la discordia destruye los más poderosos imperios.” Yo quería compartir el festín, no esquilmar a unos para engrandecer a otros. El imperio no era una despensa al servicio de unos pocos. El Imperio lo éramos todos, romanos de todas clases e hispanos de toda condición. Todos con la misma ley. Todos iguales. Eso era lo que yo quería. Y por eso yo era un estorbo para los aristócratas que ahora mandaban en Roma. Por eso sobraba.
Y fui traicionado por los míos.
Durante aquel banquete fatídico, preparado para acabar conmigo, alguien dejó caer una copa de vino al suelo. Era la señal convenida. Inmediatamente se abalanzaron sobre mí y me cosieron a puñaladas. Corría el año 72 a de C.