A mis 64 años recién cumplidos y a pesar de encontrarme en un óptimo estado físico para mi edad, vendería mi alma al diablo para volver a disfrutar de aquella lejana juventud que desbordaba eléctrica energía y esperanzada positividad. Digo… “vendería mi alma al diablo” porque, al no ser creyente, no temo ninguna “berlioziana” condenación que me hipoteque en un improbable más allá. Lo que Mefistófeles concede en la obra de Goethe a Fausto es lo que, antes o después, nuestros descendientes disfrutarán sin coste moral, merced al imparable progreso de una ciencia que… ha sido, es y será una insospechada barbaridad.
A diferencia de la precedente “Ilustración”, en el decimonónico “Romanticismo” la ciencia no podía competir con el amor en eso de justificar la existencia de cada cual. “Fausto” (C. Gounod-1859) así lo explicará al comenzar la ópera, cuando el personaje principal (viejo ya) se arrepiente de una vida dedicada solo al estudio y la erudición, lo que le llevará al intento de suicidio, una curiosa paradoja, pues el haraquiri de los románticos venía por males del corazón en lugar de por pensar.
“Fausto” es una gran ópera (y también “Grand Opéra”), por su arrebatadora partitura y por un libreto que, pese a centrarse en el episodio sentimental que tiene como protagonista a la Margarita de la novela de Goethe, no deja de trasladar muchos planteamientos filosóficos vigentes en la actualidad. El sentido de la vida no tiene vuelta a atrás y en cada momento solo puede mirar adelante, para bien o para mal.
Abordamos la vigésima temporada del Palau de Les Arts de Valencia con un espléndido y popular título, en una nueva coproducción nada menos que con la Staatsoper de Berlín, el Teatro Real de Madrid y la Scala de Milán (al parecer, el teatro valenciano es el que más dinero ha puesto y por ello estrena en primer lugar). Por tanto, antes de comenzar, muchas expectativas y nada que objetar. Pero en la Ópera como en la Vida en general, las expectativas suelen superar a la realidad y el estreno de este “Fausto” así lo viene a corroborar…
– ESCENOGRAFÍA [5]: Comencé con el agrado que en mí supone contemplar cierta austeridad visual, pero conforme avanzó la función todo se vino a complicar con una catarata de freudianas e insondables referencias propuestas por Johannes Erath y que, es mi sincera recomendación, no vale la pena tratar de averiguar. Si el decorado mantuvo cierta sobriedad, en los personajes y figurantes todo se vino a desmadrar. Al recurso ya gastado de duplicar a los protagonistas con sus “otro yo”, se unió una suerte de alocado vestuario multidisciplinar que llegó a su cenit cuando apareció el soldado “Valentín” (hermano de “Margarita”) ataviado al más puro estilo del “Canio” carusiense, listo para un “Vesti la giubba” que yo temí se atreviese a cantar. Y es que resulta imposible atender a la música ante tanto ensordecedor estímulo conceptual, siempre innecesario por todo lo que lleva a perturbar. Confieso que pasó por mi cabeza abandonar la sala, borracho de tanta extravagante disparidad y perdido el norte de mi intelección mental. Puede que yo tuviera un mal día, pero también puede que lo tuviera Erath.
– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [7]: Lorenzo Viotti, al tomar la decisión de dulcificar la partitura, condicionó la respuesta musical de la obra en la orquesta y en los cantantes, todos sumidos en un diletante sesteo que me impidió disfrutar de esa garra tan propia de este título y que no pude escuchar. La Orquesta de la Comunitad Valenciana volvió a maravillar por su técnica, pero no por su fidelidad al original (ver recomendación discográfica final).
– CORO [7]: Pese a los encendidos vítores, el Coro de la Generalitat Valenciana pasó por momentos de dificultad, desparejándose las voces en más de una ocasión, lo que en esta sólida formación no es normal.
– VOCES SOLISTAS [6]: Siempre he considerado que el verdadero protagonista de “Fausto” es Mefistófeles, un papelón para todo Bajo que pretenda triunfar. Para cantarlo es necesaria una voz con más ductilidad de lo que en esta cuerda suele ser lo habitual y sobre todo, lograr ese histrionismo controlado que resulta tan complicado de interpretar. Tras Chaliapin, Christoff o Guiaúrov, quienes vinieron detrás se han tenido que resignar, como Alex Espósito [7] en ese querer y no poder por más que pretendiese disimular. Ruth Iniesta [6], que tan buena sensación me dejó en sus últimas comparecencias en Valencia, no tuvo su día interpretando una “Margarita” esforzada y algo desencaminada, pero que no llegó a brillar (quizás sea porque este personaje se aleja un tanto de sus cualidades vocales, algo que todo cantante debe saber valorar). Al sorprendente ganador de un Operalia, el peruano Iván Ayón-Rivas [5], le faltó el centro vocal, algo que imposibilita la emisión resonante y condiciona la audición en todos los pasajes que no requieren cantar a todo gas. Su “Fausto” solo lo fue en ciertos agudos, porque en el resto no lo pudimos escuchar.
Por casualidad, ocupé asiento contiguo al de una antigua amiga cuyo abono, en los primeros años de Les Arts, también era adyacente al mío y con quien asimismo coincidí en un “Tristán e Isolda” de Bayreuth, sin previo aviso y con la mayor naturalidad…
Pese al año de grabación (1959), el registro para EMI de esta obra en un novedoso estéreo se mantiene en la primera posición de las preferencias melómanas, sin duda por la indiscutible calidad de las estrellas vocalistas (el teatral Boris Christoff, la candorosa Victoria de los Ángeles y el versátil Nicolai Gedda), además de las afrancesadas prestaciones de André Cluytens y la Orquesta y Coros del Théâtre National de L´Opéra, todo un deleite para los amantes de la interpretación más tradicional.
Con este título muy popular en el estreno del arranque de la nueva temporada 2025/26 del Palau de Les Arts, las localidades sin vender justifican el que solo se programen cinco funciones, pues Valencia no da para más…