Quitar el guiño

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez

En la edad de la inconsciencia, en la niñez de mis 8 años, no podíamos pensar que lo que hacíamos a aquellos coches aparcados junto a la acera podía ser la causa de un fatídico accidente. No recuerdo quién inventó aquel entretenimiento, quizás fuera yo mismo, pero el juego de robar los bombines de los intermitentes a los Seat 600 y Seat 850 ofrecía unos alicientes poderosos: ¡era tan fácil! ¡tan emocionante! y, por si fuera poco ¡tan productivo para nuestra colección de bombillas...!
Aquellos modelos tenían dos diminutas pilotos intermitentes en los costados, a unos 20 centímetros sobre las ruedas. Para facilitar el cambio de las lámparas disponían de una tetilla de goma que se ajustaba a un relieve interno de la chapa. De allí salía un cable hacia el cuadro de fusibles. Nosotros nos agachábamos junto a la rueda y metiendo la mano por el interior del chasis agarrábamos la tetilla (como si fuera la teta de una vaca, era muy parecido) y con un fuerte tirón la desprendíamos de la chapa. Entonces, ya fuera, con otro tirón hacia el exterior arrancábamos el cable quedándonos con el portalámparas y su bombilla: ¡Otra más para la colección! Después pasábamos al otro lado.
Este juego de "quitar el guiño" a los 600 lo practicamos muchas veces, hasta que un día alguien nos vio y tuvimos que correr de lo lindo. Quizás entonces comenzamos a ser conscientes del peligro para los conductores y no solo del nuestro. Posiblemente empezamos a recapacitar e las consecuencias de que un coche no pudiera avisar en un giro y alguien se estrellara con él. ¡Sabe Dios si llegamos a provocar algún accidente! Y, quién sabe también, la de fusibles que hubieron de  fundirse al dejar los cables pelados y colgando dentro de la carrocería. Del cabreo de los sufridos conductores de los años sesenta, no quiero ni hablar...
Humildemente pido perdón por estas travesuras infantiles. En aquellos tiempos de juegos en la calle, estas travesuras eran corrientes. Se solucionaban con un buen tortazo y nadie se traumatizaba por ello. Entre el ardor de las mejillas y las estrellas bailando ante nuestros ojos, uno está más en condiciones de ponerse en el papel de quien se ha estrellado por nuestra culpa.