Pero hoy uno ha salido del anonimato que nunca debió abandonar. Algunas veces he afirmado aquí que mi profesión tiene sus puntos buenos, rubricados por unos cuántos malos que suelen pesar tanto que son los que cuentas y en los que te explayas... El alumno en cuestión -ignoraba su nombre y casi su aspecto hasta hace unas horas- había decidido -porque el mundo le ha hecho así- que él podría estar con su gorra oscura encasquetada dentro de clase, después de ella, mientras miraba por la ventana del pasillo a las chicas de la clase de enfrente -esto, hasta que una de ellas le suelte una fresca y se líe- y hasta que su bendito cuerpo decidiera.
Y hay pocas cosas que me gusten tan poco como una persona con gorra en un espacio cerrado. Y así se lo he hecho saber. Desgraciada de mí. Valiente como nadie. Incauta. Como si no supiera yo que los adolescentes son sacrosantos, intocables, benditos en su hagoloquemedalagana, así, porque yo lo valgo:
- Quítate de la gorra. En un sitio cerrado no se lleva gorra.
- No me da la gana. Y tú a mí no me hablas así. El respeto lo primero.
- Quítate la gorra. En un sitio cerrado no se lleva gorra.
- Pues ahora ni pienso quitármela.
- Te he dicho que te quites la gorra.
Gorra bendita y bienamada. ¿Cómo se me ocurrió decirle semejante y agresiva orden a este joven de 19 años? En mi defensa ante cualquier tribunal diré que fui víctima de un ataque de enajenación mental transitoria...
- Nuestra educación es reflejo de nuestra casa. Dice mucho de nosotros y de nuestra familia.
Tocado y hundido. Mi frase favorita, repetida hasta la saciedad en mi pleno convencimiento de que la educación comienza en casa y a la escuela vamos con esa herencia. ¡Ay de mí! Ay, infelice. Di en la diana plena del joven consentido. Se volvió hacia mí, el dedo acusador, las aletas de la nariz inflamadas, de puntillas mirando a su presa: yo.
- No se te ocurra... no vuelvas... o yo.... te prometo que yo... -la amenaza se quedó contenida justo a tiempo, justo en el límite que hay entre la violencia verbal y la física, justo en el instante en el que yo ahora estaría declarando contra este joven en el cuartel de la Guardia Civil.
Quince minutos después aparecía su madre, dándome una lección de buenas maneras -las mismas que le ha enseñado a su hijo, claro, porque de tal astilla tal palo-, indicándome con delicadeza exquisita mal contenida cuál debe ser mi comportamiento, actitud y respeto haca su hijo. Santa razón la de esta mujer: ¿quién soy yo para decirle a su hijo que se quite la gorra en un lugar cerrado? Efectivamente, era ella la que se lo había tenido que decir hace tiempo.
Eso sí, que Dios le pille a esta madre confesada cuando su hijo termine de dominarla a su antojo...
De vez en cuando es bueno agradecer a los compañeros la ayuda dada. Como en este día le agradezco yo a mi compañero Pablo la que me ha dado esta mañana con esta historia...