Gracias al cielo, con cuatro niñas a mis espaldas y poco tiempo para divagar sobre mi desempeño maternal, esto me toca de refilón. Desde la barrera, asisto perpleja al espectáculo dantesco cada vez que la mesura pone pies en polvorosa y el TL de inflama de pasiones encontradas. No creo que esto sea una lucha entre dos bandos. Esto no es la guerra de los partidarios de la crianza natural contra la legión de las madres desnaturalizadas.
Aquí no hay más que los que viven y dejan y deja vivir que sufren estoicos los envites de los que se empeñan en meternos su postura o sus creencias con embudo. Independientemente de que unos u otros lleven a su bebé colgado de la pechuga o aferrado al bote de Almirón. El hecho de haber elegido un tipo u otro de crianza para nuestros hijos no tiene nada que ver, somos intolerantes o no lo somos. Y punto.
Ejemplos de esto hay infinitos. En ambos sentidos. Pero hoy vengo a hablar de partos. Porque oigan, con cuatro partos en mi haber y otro en ciernes, soy toda una autoridad en la materia. Máxime cuando además los he tenido tanto intervenidos como respetados.
Ya les conté en su día que todos mis alumbramientos han sido buenos. Sin embargo, si puedo elegir, me gustaría que La Quinta viniera al mundo de forma natural o respetada, o como quiera que se llame parir a tu ritmo, en la postura que te pide el cuerpo, cuando a la naturaleza le parezca oportuno. Por una razón muy simple, es menos traumático tanto para la madre como para el bebé y entraña menos riesgos para ambos. Lo que no quiere decir que una sea más o menos madre o quiera más o menos a los churumbeles resultantes. Ni que no haya veces en que las circunstancias hagan aconsejable recurrir a técnicas más invasivas para garantizar el bienestar de la madre y el bebé.
Lo que me saca de mis casillas es que se asocie el parto respetado con la falta de rigor médico. No nos equivoquemos. Para tener un parto respetado no es necesario renunciar a la mejor de las asistencias médicas. Ni dejarse crecer los pelos del sobaco. Ni apuntarse a la corte de palmeros de Carlos González. No, yo he tenido dos partos respetados con el jefe de servicio de ginecología mirando de soslayo por si le hacía falta intervenir. He traído dos hijas al mundo de rodillas en el suelo en un hospital estupendo equipado con una UCI pediátrica de última generación y una clá de especialistas de todos los gremios neonatales. Esto no es una cuestión de médicos contra curanderos. En absoluto. En un parto respetado cada profesional tiene su lugar y su momento de gloria.
También se puede tener un parto respetado con epidural, si una así lo decide. Lo mejor es que se puede decidir en el momento en función de cómo se desarrolle el parto. Para dar a luz sin anestesia ni perrito que te ladre no es necesario tener una vena sado. Ni heroica. Ni perroflaútica. Una no lo hace por condecorarse. Ni por experimentar con los umbrales del dolor humano. Ni por ser más ni menos que nadie.
En mi caso, la primera vez simplemente no dio tiempo. La Tercera, que ya apuntaba maneras, decidió por mí y se dejó caer por el canal del parto en un abrir y cerrar de ojos. La segunda vez llegué a pedirla. A gritos. Zarandeano al padre tigre de las solapas. Pero me dejé convencer por la dulzura de la comadrona y sus manos mágicas en mis riñones. Y no me arrepiento. Fue exactamente como me prometió: Tranquilo, pausado y fácil. Lo que no quita para que en el momento culmen me desgañitara como un cochino jabalí.
Paramos y dejemos parir. Sin etiquetas.