El odio no es libertad de expresión, es odio, y eso causa muerte y destrucción. No tiene porque ser tolerado más odio en la humanidad.
En una sociedad democrática, la libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales que nos permite el intercambio de ideas y la crítica constructiva. Sin embargo, es imperativo recordar que este derecho no debe confundirse con una licencia para difundir odio.
El odio, en su esencia, no es una forma legítima de manifestación de la libertad de expresión, sino todo lo contrario, es una fuerza destructiva que ha provocado, y continúa provocando, muerte y destrucción en múltiples contextos a lo largo de la historia.
La línea que separa la crítica legítima de los discursos de odio es bastante clara. Mientras que la primera contribuye al debate público y al fortalecimiento de nuestras instituciones, el segundo alimenta divisiones, fomenta la intolerancia, y en muchos casos incita a la violencia.
Cuando se utiliza la libertad de expresión como “escudo” para propagar mensajes de odio, se vulnera el tejido mismo de nuestra convivencia democrática, poniendo en riesgo la seguridad y el bienestar de comunidades enteras.
A diferencia de la herejía y la blasfemia, que sí son formas legítimas de libertad de expresión, el discurso de odio está enfocado en la censura y la coacción de las libertades ajenas, por no decir que en su destrucción.
El auge de las redes sociales y las nuevas plataformas digitales ha facilitado la propagación de discursos radicales que, bajo la falsa apariencia de libertad, envenenan el ambiente público. Estos mensajes, que deshumanizan, cosifican y estigmatizan a determinados grupos, han demostrado en numerosos episodios su capacidad de desencadenar reacciones violentas y tragedias sociales. Es ilógico e irracional que hay grupos de abogados que presumen de ser “religiosos”, pero que están a favor de esas ideologías de odio, en lugar de auténticamente defender los derechos humanos.
Es fundamental que las autoridades, los medios de comunicación y la sociedad en general asuman la responsabilidad de identificar y frenar este tipo de expresiones, sin caer en la censura arbitraria, pero sí estableciendo límites claros que protejan a la comunidad.
Además, el desafío no radica únicamente en la aplicación de normativas legales, sino también en fomentar una cultura de diálogo y respeto. La educación juega un papel crucial para que las nuevas generaciones comprendan la diferencia entre una crítica razonada y un mensaje de odio. Solo a través de la promoción de valores como la empatía, la tolerancia y el entendimiento mutuo podremos contrarrestar la narrativa destructiva que amenaza con socavar los cimientos de nuestra sociedad.
No se trata de restringir la libertad de expresión, sino de reconocer que ciertos discursos, cuando se convierten en catalizadores de violencia, no tienen cabida en un espacio de convivencia pacífica. La defensa de la libertad debe ir acompañada de la defensa de la dignidad humana, y es responsabilidad de todos asegurarnos de que el odio no se disfrace de legítima expresión.
No podemos seguir tolerando el odio bajo el manto de la libertad de expresión. Es indispensable actuar con firmeza para evitar que este flagelo continúe causando muerte y destrucción. La construcción de una sociedad más justa y segura pasa por la defensa de un discurso que promueva la cohesión social y el respeto hacia todos.