Somos diferentes, somos iguales y las consecuencias jurídicas de ello. Entre la estrella y el agujero negro
Numerosas realidades se sustentan sobre el equilibrio de dos fuerzas antagónicas y completamente contrapuestas. Dicen que las estrellas en las galaxias se mantienen estables la mayor parte de su vida bajo el denominado “equilibrio hidrostático”, que intenta estabilizar por un lado la fuerza de la gravedad (que tiende a absorberlo y engullirlo todo) y por otro, la de la energía calorífica (que propende a dilatarse y expandirse). Dichas potencias opuestas terminan generando unos contrapesos que se armonizan. En el mundo del Derecho, también existen realidades de este tipo, que debemos aprender a ponderar hasta lograr un justo equilibrio.
Uno de los principios esenciales del Constitucionalismo es la igualdad. Se analice desde una perspectiva jurídica, ética o moral, la idea de tratar a todos los seres humanos por igual se asume y se defiende sin discusión. Suscita un apoyo unánime y sobre dicho principio construimos no pocas de nuestras leyes y normas de comportamiento y convivencia. Enfrente, no obstante, también se observa la premisa de que un trato desigual a dos personas se puede y se debe justificar cuando sus respectivas realidades resultan de tan diversas que justifican el trato diferenciado. Igualdad entre iguales, pero desigualdad entre desiguales, ha manifestado en muchas ocasiones nuestro Tribunal Constitucional.
En este punto, ya contamos con las dos fuerzas contrapuestas que hemos de aceptar y cuya convivencia en perfecto equilibrio debemos alcanzar. Igualdad y desigualdad. Y esa tensión puede afectar tanto a las personas como a los territorios. En el debate político y en la confrontación dialéctica es habitual discutir sobre la dispar financiación entre Comunidades Autónomas, sobre el diferente nivel competencial entre ellas o sobre el trato desigual que el Estado les dispensa. Así, por un lado, asumimos que no se pueden tolerar los privilegios de unas sobre otras pero, al mismo tiempo, aceptamos que existen “hechos diferenciales” que justificarían algunas disparidades. El jurista canario Gumersindo Trujillo, uno de los más célebres estudiosos del Federalismo y de los modelos descentralizados en nuestro país, afirmaba que «los hechos diferenciales son singularidades autonómicas institucionalmente relevantes que, por estar previstas en la Constitución o ser consecuencia de las previsiones de la misma, constituyen un límite a la homogeneidad».
Alguno de dichos hechos diferenciales se tornan objetivos e imposibles de negar. Ocurre con el caso de Canarias por su condición de región insular y ultraperiférica. La lejanía y su naturaleza como archipiélago determina problemas propios, específicos y singulares respecto a las demás Comunidades Autónomas. Ello justificaría determinadas reglas y tratos especiales en cuanto a temas y materias para el territorio canario, frente a las leyes y normas generales de aplicación al resto. Tal vez constituya el ejemplo más claro y gráfico de cómo la diferencia ampara una serie de decisiones y tratamientos singulares y desiguales, sin que repugnen al valor superior que ha de presidir nuestra convivencia: la igualdad.
El problema estriba en acordar qué hechos diferenciales justifican esa desigualdad y cómo debe concretarse tal diferencia de trato para que no se convierta en un privilegio o en una concesión arbitraria que soliviante a los demás. Volviendo al ejemplo inicial de la estrella, si no se logra ese equilibrio entre la fuerza de la gravedad y la fuerza de la energía, la estrella colapsa y deriva en un agujero negro que la destruye.
Dejando a un lado la realidad de los territorios y centrándonos en las personas, el análisis no es muy diferente. El artículo 14 de nuestra Constitución establece que «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» y, a partir de ahí, da pie a toda una doctrina y jurisprudencia que tratan de hacer eficaz esa previsión constitucional para que exista una igualdad real y efectiva entre todos los ciudadanos. Es más, ante la existencia de realidades que dificultan tal exigencia de igualdad, nuestra Carta Magna ordena a los poderes públicos en otro de sus artículos «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas», así como «remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud».
Frente a esta premisa, se asienta otra consolidada jurisprudencia, no sólo en España sino en múltiples países de nuestro entorno, que ha acogido dentro del principio de igualdad, no sólo el criterio de la igualdad para los iguales, sino también el de desigualdad para los desiguales, y que refleja una de sus primeras manifestaciones en el ámbito tributario. En el artículo 31 de nuestra Constitución, justo después de afirmar que todos los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos por medio de un sistema tributario inspirado en el principio de igualdad, también se proclama que esa contribución será de acuerdo con la capacidad económica de cada uno y por medio de un sistema progresivo: otro ejemplo donde la igualdad entre iguales y la desigualdad entre desiguales se dan la mano.
También aquí las razones que justifiquen este tratamiento diferenciado han de ser objetivas y razonables, y la medida adoptada que evidencie la desigualdad ha de ser proporcional y ajustada, dado que, de lo contrario, se trataría de la vulneración intolerable de uno de los valores y principios sagrados de nuestro sistema constitucional y de nuestro modelo de convivencia.
La realidad actual evidencia que ese equilibrio entre igualdad y desigualdad de trato se tambalea, poniendo en peligro la estabilidad llamada a sostener a nuestra sociedad. Las estrellas del universo mueren cuando pierden el equilibrio entre la fuerza de la gravedad y la fuerza de su energía interna. Pues bien, las civilizaciones, tal y como las entendemos ahora, corren el mismo peligro de desaparecer si los equilibrios y las reglas justas que las rigen se resquebrajan. Urge, por tanto, que nos mantengamos atentos a esta evolución, para no sorprendernos cuando un día nos engulla un agujero negro o nos destruya una explosión fuera de control.
El proceso contra el Fiscal General del Estado: La Justicia y la pugna política
El 15 de octubre de 2024, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo acordó por unanimidad abrir un proceso judicial contra el Fiscal General del Estado, así como contra la Fiscal Jefa de la Fiscalía Provincial de Madrid, por un presunto delito de revelación de secretos. Previamente, otro juez instructor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid había considerado que existían indicios suficientes para la investigación y, en su caso, para el enjuiciamiento, de estos delitos contra dichos altos cargos de la Fiscalía, por lo que remitió la causa al Tribunal Supremo, al ser el competente para tramitar estos procesos judiciales en atención a quienes eran los implicados.
En el origen de estos hechos aparece la actual pareja de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, implicado con anterioridad en una investigación por defraudación a la Hacienda Pública, así como en la supuesta labor de parte del equipo de Isabel Díaz Ayuso para difundir hechos inexactos sobre la citada investigación. A partir de ahí, el presente clima político ha propiciado un cúmulo de acusaciones cruzadas que generan aún más confusión sobre qué se está investigando y el motivo por el que, finalmente, una institución como la Fiscalía, cuya misión encomendada consiste en promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, se vea en la insostenible situación de tener a su cúpula imputada por la comisión de delitos.
Para empezar, y ante tal acumulación de hechos delictivos y reprochables, no cabe analizar la situación en clave de la existencia de dos bandos, uno de buenos y otro de malos. Esta tendencia resulta muy propia de la dialéctica política que nos está tocando soportar en los últimos tiempos. Resulta imprescindible examinar por separado cada una de las acciones, de tal manera que de ellas se deriven las correspondientes consecuencias legales, bien condenando o bien absolviendo en función de la estricta aplicación de la ley y el Derecho.
En otras palabras, la responsabilidad fiscal o penal de la pareja de la Presidenta de la Comunidad de Madrid no justifica cualquier actuación por parte de la Fiscalía, del mismo modo que las malas prácticas de los funcionarios de la Fiscalía no pueden tapar las defraudaciones de quien ha intentado no pagar sus impuestos. En idéntico sentido, una estrategia de difusión de información falsa por parte de quien quiere confundir o desinformar no justifica saltarse la ley por quien debe defenderla, de igual manera que una supuesta revelación de secretos no puede lavar la espuria intención de difundir bulos con oscuras intenciones políticas. Cada persona deberá responder en función de sus actos. De ser ciertos todos estos hechos, en algunos casos habrá responsabilidad penal y en otros, responsabilidad política, sin que desde el punto de vista jurídico se pueda defender que el fin justifique los medios empleados o que un quebrantamiento de las normas sirva para ocultar otras vulneraciones. Desde la pugna política se empeñan en delimitar esos bandos de buenos y malos, pero desde el punto de vista jurídico no es descartable que, por diferentes razones, todos sean malos y deban asumir diferentes reproches.
El delito que se imputa al Fiscal General del Estado es el de revelación de secretos, regulado en el Código Penal como sigue: «La autoridad o funcionario público que revelare secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados, incurrirá en la pena de multa de doce a dieciocho meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años. Si de la revelación a que se refiere el párrafo anterior resultara grave daño para la causa pública o para tercero, la pena será de prisión de uno a tres años, e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de tres a cinco años. Si se tratara de secretos de un particular, las penas serán las de prisión de dos a cuatro años, multa de doce a dieciocho meses, y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años».
El secreto o información confidencial revelada sería un correo electrónico del abogado de la pareja de Isabel Díez Ayuso dirigido a la Fiscalía Provincial de Madrid, en el que manifestaba que, de común acuerdo con su cliente, asumía la comisión de dos delitos fiscales reconociendo íntegramente los hechos y se comprometía a pagar la cuota e intereses de demora. De la instrucción practicada se desprende, a juicio de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que los correos entre el fiscal del caso y el letrado fueron revelados estando los mismos en poder del Fiscal General del Estado y de la Fiscal Jefa Provincial.
Paralelamente a la difusión de tal correo electrónico, la Fiscalía emitió un comunicado de prensa en el que se pretendía desmentir otras informaciones sobre el caso que afectaba a la pareja de la Presidenta de la Comunidad de Madrid. En relación a dicho comunicado, el Tribunal Supremo afirma que no existe información indebidamente revelada en dicha nota, no siendo origen o causa de la investigación contra los fiscales implicados, pero que cuestión diferente es la revelación de los emails.
El carácter reservado o confidencial de los correos electrónicos entre un letrado y la Fiscalía o la acusación dentro de un proceso de investigación penal, como de cualquier tipo de actuación judicial, es claro y evidente. Se ven involucrados diversos derechos, no sólo la intimidad, sino el propio derecho de defensa y varias garantías procesales.
Dentro del proceso de investigación de estos hechos, se llegó a registrar el despacho del Fiscal General del Estado, interviniéndose sus móviles. Y, posteriormente, se han publicado informes de la UCO (siglas de la Unidad Central Operativa, órgano central del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil) en los que se certifica que no se halló ningún mensaje en el terminal telefónico durante los días en los que, al parecer, se difundieron los correos electrónicos, y que, en cuanto saltó la noticia, Álvaro García Ortiz (Fiscal General del Estado) cambió de teléfono móvil el pasado 23 de octubre, una semana después de que el Tribunal Supremo abriera una causa penal contra él.
Este escenario no ayuda en absoluto a la imagen de la Fiscalía. Se ha generado una situación insólita e insostenible en una institución sumamente importante dentro del organigrama judicial de nuestro país. Llegados a este punto, conviene volver a recordar las recomendaciones que, desde hace ya muchos años, se nos viene haciendo desde GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) en relación a la Fiscalía, en las que se nos insiste en que el método de elección del Fiscal General del Estado y el nivel de independencia de esta institución en relación al Gobierno no son los adecuados. Desconozco cuál será el final de esta historia, pero confío en que acarree una profunda reforma dentro de la Fiscalía y un cambio muy importante de su regulación, así como su definitiva ausencia del foco de las polémicas políticas. Un Estado como España no puede seguir soportando más estos espectáculos tan bochornosos.
Familias monoparentales: discriminaciones y derechos
En algunas sentencias recientes, tanto del Tribunal Constitucional como del Tribunal Supremo, se ha analizado cómo debe aplicarse la normativa sobre derechos y permisos a las familias ante el nacimiento de un hijo (inicialmente prevista para el caso de que los dos progenitores formen dicha unidad familiar) a las denominadas familias monoparentales (en las que sólo existe una figura materna o paterna).
Así, por lo que se refiere a quienes se rigen por el Estatuto de los Trabajadores, la ley establece que, para la madre, el nacimiento (que comprende el parto y el cuidado de menor de doce meses), suspenderá su contrato de trabajo durante dieciséis semanas, de las cuales serán obligatorias las seis semanas ininterrumpidas inmediatamente posteriores al parto, dejando el resto a elección de la citada progenitora. Respecto del otro progenitor, el nacimiento también suspenderá su contrato de trabajo durante dieciséis semanas, de las cuales serán obligatorias las seis semanas ininterrumpidas inmediatamente posteriores al parto, dejando el resto a su elección. Lo anterior determina que, dado que existe un periodo de seis semanas obligatorio y conjunto para ambos después del parto, y otras diez semanas que se pueden distribuir libremente por los padres, el cómputo global implica que estas familias podrían gozar de hasta veintiséis semanas.
La pregunta es qué pasa con las familias que sólo están compuestas por un progenitor. Una interpretación excesivamente literal y formalista llegaría a la conclusión de que le corresponden las dieciséis semanas previstas en la ley, pero ello implicaría que un tipo de familias (las monoparentales) tendrían derecho a menos semanas de permiso para el cuidado del menor nacido respeto de las otras (que cuentan con ambos progenitores). Efectivamente, esta situación era la que, en la práctica, se producía en España hasta que el Tribunal Constitucional dictó una sentencia en la que estableció como doctrina jurisprudencial que, en el caso de las familias monoparentales, el permiso por nacimiento debía prolongarse veintiséis semanas.
El Tribunal Constitucional aplica el artículo 39 de la Constitución (sobre la protección social, económica y jurídica de las familias) y el artículo 14 (sobre la prohibición de discriminación), así como diversos tratados internacionales, para concluir que esa situación por la que, en función del número de progenitores, unas familias tienen más semanas de permiso ante el nacimiento y cuidado de un menor, es contrario a nuestra Constitución, al generar una desigualdad artificiosa e injustificada, por no venir esa diferencia de trato fundada en un criterio objetivo y razonable.
Más recientemente, el Tribunal Supremo ha dictado otra sentencia, en este caso aplicable a los empleados públicos, en el mismo sentido: no se aplica el Estatuto de los Trabajadores, sino el Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público. En su artículo 49 se regulan este tipo de permisos y, nuevamente, su literalidad permitiría interpretar que las familias con dos progenitores tendrían derecho a más semanas de permiso que las monoparentales.
La Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, en su resolución, reconoce el derecho de las familias monoparentales a extender de dieciséis a veintiséis semanas el permiso de maternidad, para evitar la discriminación de los menores recién nacidos. El Tribunal establece que esta es la interpretación que debe darse al permiso regulado en el Estatuto del Personal Público.
Se razona que, de todos los intereses que convergen en la caracterización y ordenación de estos permisos, el interés del menor debe destacar sobre todos ellos y ello es así porque, en todo caso, lo que está en juego es la igualdad entre los menores recién nacidos, evitando la aparición de cualquier forma de discriminación por razón de nacimiento y por cualquier otra condición o circunstancia personal o social (artículo 14 de la Constitución), según haya nacido en un tipo u otro de familia.
En la sentencia se puede leer que «el tipo de familia no puede, por tanto, determinar la diferencia de trato, de modo que el nacido en una familia monoparental disfrutará del cuidado, atención y protección familiar (que establece el artículo 68 del Código Civil) por un tiempo muy inferior, 16 semanas, que tendría si hubiera nacido en una familia biparental, 26 semanas». Para la Sala, se trata de «una discriminación entre menores que se cualifica por el perjuicio indudable que padecen quienes se ven privados tempranamente de los cuidados que dispensan con su presencia constante alguno de sus progenitores. Ni que decir tiene que la diferencia temporal en el número de semanas no es baladí cuando se trata de protección y atención a esa edad tan temprana». Para el TS, no existe ninguna circunstancia que proporcione una justificación razonable para explicar la diferencia de efectos jurídicos entre ambas situaciones equiparables entre menores recién nacidos en función del tipo de familia, monoparental o biparental.
En consecuencia, la interpretación que debe hacerse del artículo 49 del Estatuto Básico del Empleado Público es la que resulta conforme con la Constitución, en concreto con los artículos 14 y 39, y el resto del ordenamiento jurídico, respetando la igualdad y el interés superior del menor mediante la proscripción de cualquier forma de discriminación por razón de nacimiento.
Este tema siempre ha suscitado controversias jurídicas y sociales. Baste recordar la famosa sentencia del Tribunal Constitucional 111/2018, cuando estaba vigente una anterior normativa que otorgaba a la madre más días de permiso por nacimiento de hijo que al padre. La postura mayoritaria de los magistrados consideró razonable esa diferencia de días entre madres y padres, en atención a que, para la madre, el permiso implicaba, no sólo un tiempo para el cuidado del menor, sino un tiempo de recuperación para su salud por el hecho físico de la gestación y del parto que, obviamente, no se daba en el padre o progenitor no gestante. Esa sentencia cuenta con un voto particular que consideraba que sí debía considerarse inconstitucional esa diferencia de trato, alegando que estas medidas supuestamente favorecedoras para las mujeres lo que hacen es perpetuar un rol diferente entre la mujer y el hombre ante las obligaciones familiares, al tiempo que producen un impacto negativo en las mujeres en relación a su incorporación y desarrollo en el ámbito laboral.
Banderas y símbolos como fuentes de conflictos jurídicos
Se presupone que los símbolos están llamados a generar una respuesta emocional positiva entre las personas que se sienten representadas por ellos. Banderas, escudos e himnos aglutinan adhesiones entre quienes hallan en ellos signos comunes que evocan unos mismos principios, valores o creencias. Ya se trate de una Nación, una religión o un equipo de fútbol, sus emblemas oficiales representan un intangible. Como estableció el Tribunal Constitucional en su sentencia 94/1985, de 29 de julio, «el símbolo trasciende a sí mismo para adquirir una relevante función significativa al ejercer una función integradora y promover una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y mantenimiento de la conciencia comunitaria».
Sin embargo, el clima de polarización y de crispación que cada vez más sacude la vida política, está derivando en la creación de fuentes de conflictos que terminan por afectar a los ámbitos más insospechados. El izado de banderas no oficiales también ha llegado hasta los tribunales, los cuales terminan por pronunciarse sobre cuestiones que no están claramente reguladas en las normas. Bien sea por lo ambiguo de la regulación, bien sea por la mera evolución social y de la jurisprudencia, lo cierto es que los tribunales terminan por dictar sentencias aparentemente contradictorias y por proclamar doctrinas que, a primera vista, pudieran ser opuestas, pese a tratar sobre una misma cuestión. Aun así, trataré de explicar los argumentos de la Justicia porque, quizás, esa inicial incoherencia pueda aclararse tras un análisis más profundo, con independencia de que las discrepancias ideológicas o de las posturas personales antagónicas perduren.
El Tribunal Supremo dictó una sentencia el 26 de mayo de 2020 en la que establecía la siguiente jurisprudencia: «Se fija como doctrina que no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas, la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas». Dicha resolución fue la culminación de un proceso judicial originado a raíz de un acuerdo del Pleno del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, en el que se reconoció una bandera no oficial (la denominada “bandera de las siete estrellas verdes”) como uno de los símbolos colectivos con los que se siente identificado el pueblo canario, ordenándose el izado de la misma en un lugar destacado del citado consistorio.
Sea como fuere, la decisión judicial generó una gran polémica, habida cuenta de la práctica habitual de enarbolar diversas banderas coincidiendo con fechas determinadas o festividades señaladas. A mi juicio, un Ayuntamiento puede efectuar declaraciones institucionales que vayan acompañadas del izado de banderas no oficiales si los manifiestos están conectados con alguna de sus competencias (por ejemplo, conforme al artículo 25 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, el Municipio ejercerá como competencia propia la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres, así como la lucha contra la violencia de género) pero, fuera de esos supuestos, se debe limitar a ejecutar la normativa vigente de obligado cumplimiento sobre símbolos oficiales.
Sin embargo recientemente, el Tribunal Supremo ha dictado de nuevo otra sentencia, en este caso de 28 de noviembre de 2024, donde termina matizando su propia postura. En este caso, la controversia se inició en Zaragoza tras la actuación del Ayuntamiento capitalino consistente en colocar en el balcón principal de su sede una bandera arcoíris LGTBIQ+. El Juzgado de lo Contencioso Administrativo número 3 de dicha ciudad, en aplicación de la anterior doctrina del Supremo, anuló el acuerdo municipal. Un posterior recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Aragón anuló la primera sentencia del Juzgado, terminando otra vez el asunto en el TS.
La postura de los Magistrados de la más alta institución judicial española para fundamentar ahora que la decisión municipal no infringió el principio de objetividad que impone a las Administraciones Públicas el artículo 103 de la Constitución, como tampoco el de neutralidad ideológica, se argumenta así: «La objetividad que quiere la Constitución no equivale a indiferencia ideológica. Mira a los intereses generales a los que deben servir las Administraciones Públicas y no es compatible con la subordinación de su actuación a los intereses particulares, ni con iniciativas divisivas de la sociedad. Es la instrumentalización por una parte de las Administraciones Públicas la que excluye esa proclamación constitucional».
El Supremo alega que no existe contradicción entre esta nueva sentencia y la de 2020, dado que la anterior hacía referencia a la denominada “bandera de las siete estrellas verdes”, mientras que la de Zaragoza se refería a la bandera LGTBI, entendiendo que la primera insignia sí disponía de un elemento partidista y sí suponía una alteración respecto de la regulación de las banderas oficiales, mientras que la segunda no. En palabras del Supremo refiriéndose al caso aragonés, «no existía impedimento jurídico para que, con ocasión de la celebración del 28 de junio, se exhibiera la bandera arcoíris en la balconada del Ayuntamiento de Zaragoza. Ni se colocó para sustituir o subordinar a ella a las banderas y enseñas oficiales, ni es un signo o símbolo de significación partidista, y tampoco propugna ningún tipo de enfrentamiento. Al contrario, en lugar de en contra, se proyecta a favor nada menos que de la igualdad entre las personas. En este sentido, se identifica con valores ampliamente compartidos, como son los propios de la igualdad, ciertamente asumidos por la Constitución y por la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Los artículos 14 y 9.2 de la primera propugnan la superación de discriminaciones por cualquier circunstancia personal y el artículo 21.1 de la segunda llama a la proscripción de toda forma de discriminación por razón de la orientación sexual».
Inmunidad y Constitucionalismo
Las revoluciones liberales y el Constitucionalismo surgieron básicamente con dos finalidades: por un lado, limitar y controlar al poder; por otro, reconocer y garantizar una serie de derechos fundamentales a los ciudadanos. De ahí que se plasmara la idea de la separación de poderes, del imperio de la ley y de los derechos indisponibles para el legislador. En los Estados Unidos es muy popular el concepto de “checks and balances”, que podría traducirse como “controles y equilibrios” o “frenos y contrapesos”, y sobre el que se asienta el modelo del Estado que vio nacer la primera Constitución de este planeta.
Se atribuye al historiador, político y escritor inglés Lord Acton la frase «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, conviniendo que la persona que detenta y ejerce poder, del tipo que sea, ha de ser controlado y fiscalizado, y nunca debería acumular demasiado, constituyendo esta premisa una de las esencias del Constitucionalismo y del modelo de libertades que se construyó sobre la base de las Constituciones nacidas a finales de los siglos XVIII y XIX, y que intenta pervivir en nuestros días.
A mediados del presente año, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictaminó que el ex Presidente Donald Trump cuenta con inmunidad parcial a la hora de ser procesado por acciones que llevó a cabo durante su anterior etapa en la Casa Blanca. “Concluimos que, bajo nuestra estructura constitucional de separación de poderes, la naturaleza del poder presidencial requiere que un ex Presidente tenga cierta inmunidad contra el procesamiento penal por actos oficiales durante su mandato”, escribió el presidente del Tribunal, John Roberts. Afirmó que, “al menos con respecto al ejercicio por parte del Presidente de sus poderes constitucionales básicos, esta inmunidad debe ser absoluta». También se recalcó, no obstante, que “el Presidente no goza de inmunidad por sus actos no oficiales, y no todo lo que hace es oficial”.
Donald Trump ya había sido declarado culpable de treinta y cuatro cargos por un jurado popular en Manhattan el pasado mes de mayo, entre ellos sus maniobras ilícitas para comprar el silencio de la actriz porno Stormy Daniels. El magistrado que debe imponer la pena ha decidido aplazar su decisión sobre la concreta condena hasta determinar si Trump puede beneficiarse de esa sentencia del Tribunal Supremo sobre la inmunidad presidencial.
Al margen de la decisión ya declarada del jurado popular, Donald Trump mantiene otras causas judiciales pendientes, desde el referido al asalto al Capitolio hasta el vinculado a la supuesta injerencia electoral en el estado de Georgia, pasando por la ocultación de documentos clasificados en su residencia particular, una vez abandonó la Casa Blanca, las cuales también se verán afectadas por la decisión del Tribunal Supremo norteamericano de concederle inmunidad.
A mi juicio, el fallo del Tribunal y sus argumentos, así como esta forma de entender la inmunidad, son lo más alejado a la esencia de las ideas sobre las que se redactó y aprobó la Constitución norteamericana, y representan un giro en sentido contrario al rumbo tomado en los inicios del modelo constitucionalista.
En el caso de España, también existe un debate sobre este tipo de inmunidades. Nuestra Carta Magna afirma que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, y que sus actos habrán de ser siempre refrendados, careciendo de validez en caso contrario. La pregunta que se plantean numerosos ciudadanos es si tal afirmación implica que el monarca podría cometer cualquier delito o incumplir impunemente cualquier norma, sin que ningún tribunal pudiera actuar contra él. Idéntica cuestión se reproduce en otros países. El artículo 90 de la Constitución italiana comienza diciendo que “el Presidente de la República no será responsable de los actos realizados en ejercicio de sus funciones”.
En mi opinión, la inviolabilidad regulada en nuestra Constitución sólo tiene sentido cuando se vincula con la figura del refrendo, es decir, con la asunción por otro cargo público de la responsabilidad de la que se exime al Jefe del Estado. Así, el monarca toma decisiones y realiza actos en el ejercicio de sus funciones, asumiendo sus posibles consecuencias otro responsable político. En otras palabras, únicamente cuando hablamos de las competencias reservadas al titular de la Corona, y el Presidente del Gobierno, sus Ministros o el Presidente del Congreso las refrendan, se puede hablar de inviolabilidad sin que el Estado de Derecho pierda de su esencia.
Para reafirmar esta postura, conviene resaltar que España ha firmado algunos Tratados Internacionales que impiden considerar esa inviolabilidad como un argumento para no responder por crímenes o delitos cometidos. El Tratado de Roma, que establece la creación de la Corte Penal Internacional, refiere literalmente en su artículo 27 que “el presente Estatuto será aplicable por igual a todos, sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de Gobierno, en ningún caso le eximirá de responsabilidad penal ni constituirá ʻper seʼ motivo para reducir la pena. Las inmunidades y las normas especiales de procedimiento que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al Derecho Interno o al Derecho Internacional, no obstarán para que la Corte ejerza su competencia sobre ella”.
Cuando España decidió ratificar el Estatuto de Roma y legitimar las actuaciones de la Corte Penal Internacional, se planteó la aparente incompatibilidad entre la inviolabilidad del Rey -proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución Española- y el artículo 27 de la norma internacional ya citada. Para solventar el problema en cuestión, el Consejo de Estado emitió un dictamen en el que, de nuevo, vinculaba la irresponsabilidad con el refrendo. De ese modo, no existe vacío alguno ni riesgo de impunidad, habida cuenta de que el Gobierno que refrenda termina asumiendo la responsabilidad de la que se descarga al Rey: «La irresponsabilidad personal del Monarca no se concibe sin su corolario esencial, esto es, la responsabilidad de quien refrenda y que, por ello, es el que incurriría en la eventual responsabilidad penal individual».
Los británicos (uno de los pueblos históricamente más devotos de la institución monárquica), al verse en la tesitura de valorar los límites de la inmunidad de los Jefes del Estado, accedieron a la extradición del dictador Augusto Pinochet, concluyendo que la inviolabilidad sólo puede admitirse cuando se vincule a las funciones propias del cargo. El Juez de la Cámara de los Lores, Lord Nicholls, dijo textualmente: “Nunca negaré la inviolabilidad de los Jefes de Estado por los delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos, pero estimo que no es función de un Jefe del Estado torturar y hacer desaparecer personas”.
Por ello, lo que está ocurriendo ahora en Estados Unidos con la inmunidad presidencial sólo puede considerarse una involución de la esencia del Constitucionalismo, un paso atrás (muchos, en realidad) que nos devuelve al fantasma del poder incontrolable.