21.3.25

5 industriosas hormigas

 


Camarada Fernando Oliva, un día acabaremos viéndonos en la cubierta blanco y negro del Potémkin. Un acceso de sentimentalismo nos arruinará todas las conversaciones preparadas. Las mías en un cuadernito rojo, las tuyas en uno arcoiris. Tiraremos los cuadernitos al mar de Barents. Brindaremos con vodka del bueno una vez, varias veces. Escribiremos una novela de cinco minutos cuando estemos bien ebrios, la leeremos en ruso, camarada Fernando Oliva, la leeremos con polifónico arrojo declamatorio y todos los niños de Odessa sabrán de los primores del maximalismo.

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Bellísima  pastora, esto te digo: en un día limpio surgió de improviso la palabra, no se tiene registro de cuál fue, no hay constancia, podría ser azul por la bóveda del cielo o la anchurosa línea del mar, pero también sangre o blanco o dolor. Las palabras concurren con antojadiza alharaca y no tienen pudor ni memoria. 

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Mi voz es pasto del musgo.

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El aire tiene su arquitectura, su gesto de huérfano. 

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El lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca no es un asunto poético, no me pidas que le escriba un soneto. He pensado, no obstante,  en tu pezón izquierdo, en el derecho, en los dos mirándome, bizqueando, he pensado en qué podría ocupar el estro poético, si en el pezón estrábico o en el lunar sin mella.

19.3.25

Lester

 



Dime qué haces, qué miras, no tienes que estar ahí, déjame solo, no ves que estoy mal, da igual que haya salido al escenario y haya ejecutado todas esas piezas y el público haya aplaudido, pero no estoy bien, no hay manera de estar bien, ya no se puede, he llegado a un punto en que el único bienestar empieza con la primera calada de un cigarrillo y el primer sorbo de un whisky, todo lo demás carece de importancia, uno viene a tocar, le pagan y vuelve a perderse en la niebla, donde nadie te mira y puedes pasar desapercibido, se está bien sin que nadie sepa dónde estás, pero hay que pagar las facturas, hay que hacer sonar la música, así que abres los ojos, sales de la niebla y te dejas ver, te contratan, una semana en el mismo local, eso es fantástico, no tienes que ir cambiando de hotel, te pones tu chaqueta menos arrugada y pides que haya tabaco y alcohol, lo otro se pilla más a escondidas, no hace falta airearlo, no conviene, te colocan la etiqueta de colgado y los bolos bajan, no puedes estar sin tocar, el jazz es un negocio ruinoso, lo de los discos no da para mucho, sobrevives, tienes para cambiar de traje, pero el saxofón es el mismo de siempre, no es que le hayas tomado cariño, es que son muy caros, dile a alguien que haya cerveza, bourbon, que tenga las botellas a mano, me da lo mismo la marca, que abran la ventana, apesta a humo, vuelvo en treinta minutos, debo aplacar la sed de la sangre, voy a tocar, si no toco, tendré que seguir bebiendo.

18.3.25

Preliminar de una poética

 


Los días fingen ser versos. La vida, literatura. Hay una ebriedad invisible. La voz, trémula, percute el aire alucinado. Las palabras festejan la luz mordida, el eco frívolo, el tiempo tan breve. Se duelen, resaca adentro, rotas. La luz estalla en un adjetivo. Qué almíbar en la sangre. Arde lo que importa. El fuego es también puro embeleso en su festín previsto de ceniza. Es este decir fragilísimo, esta fe y este amor contenidos en la espera, como cinceló el poeta. Es de oro la sangre y el aire y el tiempo. La caligrafía es siempre el cuerpo, su pulso herrumbrado, la piel extraviada. Es al cuerpo al que le debemos rendir las mayores atenciones. El alma está sobrevalorada. La luz en su altura sin propósito codicia un extravío lentísimo de caballos en un sueño. La luz malogra el veneno de las sombras. El aire se embriaga de aire. La muerte es polen seco, hoja que desobedece al terco árbol y a la glauca tierra. Pero no es a morir a lo que los ríos acuden a la mar. Aún respira la esperanza. Yo lo que ansío es paz pura, una arborescencia que heroicamente ostente el credo de todo lo desbocado, una casa en la que respire tu alma. Al pecho nos lo acribillan las horas, el meticuloso y delincuente oficio del tiempo, con su fiebre, con su lenta vocación de loco orfebreLa memoria acaba siempre por aturdirnos. Arquero embriagado de dianas es el poema. Qué galope se oye: silbo de poeta acuñando prodigios, alambicando amor. Ya mismo el frío me azuzará sus perros. Ya los oigo masticar el hueso sucio de los muertos. Tienta el azar duras comisiones de sangre. Descienden al centro de la palabra. Ahí la semilla, el fugaz numen de las cosas. Ahí la nombradía de lo extraño, ese flujo sin brújula, esa verdad que se desdice y aspira a ser azul o ala en el festejo del vuelo o barro cuando la lluvia enhebra un paisaje y lentamente lo ignora. Da el amor óxido y nomenclatura, susurro y liturgia. Ascua pequeña, combada música que perdura sobre el signo del poema, que es el cuerpo mismo del tiempo, su espuma de un mar que existe en la desinencia del corazón, en el jadeo del verbo. 




17.3.25

Un benjaminbutton

 


Uno no nacería menguado y frágil en tamaño y en conciencia, ni iría después creciendo en juegos y en llantos, en dioses y en fábulas, probando, errando, cayendo, subiendo. Prescindiríamos del acné adolescente, de los amores platónicos y de las amistades eternas. Tampoco estarían la fatiga de los años escolares, las primeras erecciones rudas e incómodas o la rebeldía contra los padres, que es una forma de rebelarse contra uno mismo. Sobraría el pavor mitológico ante la sospecha de que Dios no existe. Y no tendríamos que encarar con resignación la rutina de la edad adulta, la impertinencia de la vejez. Menos traumático o patético, sería nacer ya maduro, canoso, calvo o gordo, e ir más tarde, paulatina y generosamente ganando en aplomo, en tamaño, en conciencia, entre lecturas por el parque y paseos por la playa, bebiendo café en las terrazas con amigos, rejuveneciendo año a año. Buscar entonces esposa, procurarse unos hijos, un trabajo que nos plazca, dejar que el tiempo nos merme y, al final, aplacada la meseta del tiempo y a su vera la juventud, repasada la infancia, morirnos en un jardín de infancia, en una cuna o en un flato artero. O mejor todavía: milagrosamente morir en el vientre materno, enamorados, enfermos, hospedados como reyes, como dioses. Los habría afortunados: los que  tengan la fortuna de desvanecerse en la misma coyunda de los dos que, al buscarse y encontrarse, en la coyunda feliz, lo incorporaron al trasegar de las horas.

16.3.25

"Mala fe" en la Alberti

 Pero qué bien me lo pasé la tarde del viernes en Madrid. Qué de amigos abracé y me abrazaron. Qué buena conducción la de César y Eloy, qué en volandas me llevaron, qué cómplices en todo. La de cosas que dije sobre mi novela, lo que escuché de ella. Qué charla, qué familiar todo. Qué bonita la Alberti, cuánta gente hubo. Era la primera ocasión que la criatura se exponía al escrutinio popular y doy fe de que todo fue favorable, elogioso. A mayor encomio, más abrumado y agradecido estaba yo. Pensé en los que no pudisteis estar, en los abrazos perdidos, en la suerte que tengo por haber hecho que los que por allí anduvieron decidiesen compartir su tiempo con el mío y que todos festejáramos el amor a la literatura. Tras decir gracias las veces necesarias, todas con colmo, creo que hasta cortas se quedaron, no reparé en elogios hacia la portada de Fernando y el cuidado en la edición de Mahalta, mi nueva casa. Luego vinieron palabras sobre los motivos que hacen nacer una novela, los deseos insatisfechos, Borges, el pecado, el don de la ficción, la literatura y la belleza, los mimbres de la escritura…pero las palabras que hoy domingo me trae la memoria son las de la amistad. Esas escucho, ellas son probablemente las que todavía permanecen. Allí Paco, César, Eloy, Alfredo, David, Alfonso, Pedro, Gloria, Eugenio, Manuel, Alberto, Rafa, Almudena y Emma, olvidaré citar a muchos. Allí mi familia: Sara, Emilio y Toñi. Los veía de lejos y sonreía por la fortuna de tenerlos. Allí la sensación de que a veces todo sucede como uno querría. 















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14.3.25

Morir más veces




Fotografía: Oriol Maspons

Deberíamos tener la posibilidad de elegir quién nos mate, dónde morir, qué arma será que la satisfaga ese deseo privado. En los juegos uno muere las veces que convenga morir. Se teatraliza la muerte, se le impone una coreografía, se escribe un guion para que explique de nosotros mismos lo que tal vez no sabríamos explicar en vida. En cuanto se ha resuelto la escena, el muerto se pone en pie y, por paradójico que parezca, se reincorpora al juego. Los niños son Lázaro incansablemente. No sé la de veces que habré escenificado esa defunción interesada. El mejor día para morir era el sábado. Cuanto más sucio llegaban los pantalones a casa, más había intimado con la muerte. La limpieza indicaba un sábado aburrido, uno en el que nadie me había disparado. Ni yo a nadie. Lo que todavía no he comprendido es ese amor incondicional a la muerte. No creo que sea únicamente el emular los roles trágicos de los héroes o de los villanos que veíamos en el cine o en la televisión. Yo, a esa edad, no veía mucha televisión y, por supuesto, no iba mucho al cine, y menos a películas en donde se explicitase la violencia de ese modo, en donde matar y morir fuesen una parte esencial de la trama. Quizá la rúbrica de la muerte venga de fábrica, la tengamos alojada en la memoria ancestral, la que los antropólogos más innovadores sospechan que hemos recibido como herencia y produce que tengamos, en una especie de hibernación, todos los recuerdos de todos nuestros antepasados. La violencia, el mal como rito, está escrita en el correr tumultuoso de nuestra sangre. A la educación se le encomienda la profilaxis, ese cuidar de que el mal no se pasee a capricho y no malogre todo lo bueno que se espera de nosotros. No se espera que matemos, ni siquiera en la ficción del juego, pero matamos y morimos, disfrutamos esgrimiendo el arma con la que controlamos el mundo, aceptamos que en la reyerta es posible que perdamos y caigamos al suelo, derrotados, muertos. Nos caemos, nos levantamos. Se muere para que el juego no se detenga. Se mata por las mismas innegociables razones. Importa el juego, su voluntad invisible de ocuparlo todo. Y qué placer ser abatido, notar el impacto de la bala, saber que nuestro mejor amigo - una vez que acaba el juego, claro - es el que nos ha apartado. Quién mejor que nuestro amigo para concedernos la posibilidad de elegir qué gestos haremos al desmoronarnos, qué últimas palabras diremos, con qué mano taparemos el boquete que nos ha producido el impacto. Hasta las niñas se prestan en ocasiones. Morir para ellas, sin embargo, no es una opción, no lo es de un modo tan apasionado. Yo he visto alguna caer como un fardo. Y mueren mejor, con más sentido de la dramaturgia, con una inspiración fúnebre más intensa. No recuerdo si he matado alguna o si alguna me mató a mí. Hay cosas que se van olvidando. Las acalla uno, las silencia para que no nos avergüencen después, y proseguimos afincados en el juego. Nunca salimos de él. Por más que se nos haga creer que los juegos acabaron, continúan. Están dentro, nos hacen movernos, desear que persevere su antigua trama. Y las balas de la ficción son de fogueo  


13.3.25

Tiempo de amar



Este irse uno muriendo, lentamente, como a ratos, sin evidencia tangible de que sea cierto, hace que en realidad no pensemos que morimos, no se apremia el cuerpo a sucumbir a su intemperie vasta, a su declinar tosco. Nos duele la muerte de los otros. Jamás vi yo asunto que despierte mayores adherencias o desapegos sentimentales. La muerte es el negocio perfecto, el fantasma tangible. La han manejado con proverbial habilidad los chamanes de la tribu y los sacerdotes de los parroquias, que vienen a ser, en esencia, obreros de la misma nublada y lírica causa. Bajo la dulce bóveda de las metáforas, hemos ido construyendo el mundo. A la muerte, a la inflexible, la hemos pensado, en ocasiones, con mayor aplomo que a la propia vida. Descuidada, convertida en una empresa de un orden menor, a pesar de no tener otra más confiable, la vida pasa y la muerte acude, claro. El luego es el que no conocemos. A lo que hemos venido aquí es a hacer ese paseo lo más grato y cómodo posible. ¿Es así? De ninguna manera. Lo enfangamos, lo enturbiamos, lo rebajamos a lágrima o a reproche (como dejó escrito Borges) y rezamos en la secreta esperanza de que alguien escuche lo que barrunta nuestro miedo. El desconsuelo es el que escribe las páginas, no nosotros. La sensación de que el viaje, por hermoso que sea, es incompleto, se arrima de clausura, se viste de finiquito. La posibilidad de que exista un arcano que, al pronunciarse, nos franquee las puertas de la inmortalidad levanta templos, inventa religiones, urde dioses. Una inmortalidad a salvo del tiempo y de sus mercenarios perfectos. 


La muerte de un hombre es también la de su ángel, sentenció el inconmensurable Rafael Pérez Estrada. Como si alguien afuera, qué hermosa idea, en el fondo, nos tutelara, cautamente vigilara nuestros actos, contemplara la obra de teatro de la que somos actores principales y mudara la sombra en fulgor, la dura piedra en delicado pétalo, en belleza pura. No importa que no se inmiscuya. Da lo mismo que no se haga parte del elenco. Solo saber que está ahí, arriba, al lado, adentro, pendiente de los pasos que damos, al tanto de los errores que cometemos, feliz con la hipótesis de que nos vamos muriendo estupendamente, sin quejarnos mucho, como dejándonos ir.  Mi amigo K. al que últimamente traigo poco o nada por aquí, siendo su casa, me dice que no me ponga trágico. A K. le debo estas charlas conmigo mismo. De él proviene este mirarme y contarme las cosas. No sabré jamás cómo agradecérselo. No sé a qué viene que escriba sobre la muerte, tan temprano, lloviendo como llueve en mi pueblo pequeñito. El orden del mundo está lleno de paisajes hermosos, paisajes que no los cruza la muerte, hondos y palpitantes ellos, ajenos al gris, investidos de color, pero ha sido la frase de Pérez Estrada, la que me ha parecido buena para titular la entrada, la que me ha hecho ponerme (como suelo) a escribir bien temprano. Se me quedó ayer otra vez en la memoria, revoloteando. Es antigua, la conozco desde hace tiempo. Es de las de fácil acomodo y más fácil todavía recitado. No anda uno declamándola, no creo que haya muchas conversaciones en las que cuadre. Estás con unos amigos tomando cerveza en una terraza y de pronto caes en la cuenta de su existencia, suele pasar. Piensas: tengo que soltar en algún momento "La muerte de un hombre también es el fracaso de su ángel", pero no te atreves, no encuentras el hueco, siempre es recomendable que haya uno en el que calzar las cosas que no calzan en otro. De pronto, no será posible, me ha gana de quedarme en casa, no tener nadie a quien ver, nadie que me espere.  Si pueden, quédense en casa. Lean, hablen de la futilidad de lo real con la persona que amen, observen las nubes comidas de agua en el entenebrecido cielo, revisen la filmografía europea de Fritz Lang, ordenen el cajón de los buenos propósitos. Que uno sea querernos mucho. Son tiempos de amarse. Todos lo son. 

12.3.25

Hume, Huxley, Jane, José, Emilio



Hace hoy once años que traje una cita de David Hume, escrita a finales del siglo XVIII, en la que sostenía que tal vez el mundo fuese un "bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto". Mi amigo José Garrido, atento a estas frivolidades del ocio metafísico, dejó otra cita, esta de Aldoux Huxley, escrita en el siglo XX. Dice: "¿Y si este mundo fuera el infierno de otro planeta?". Me recuerda Facebook que dos personas hicieron algún esfuerzo en manifestar su agrado por nuestra voluntad enciclopédica, qué otro cosa podría ser. En 2024, mucho tiempo después, sin ánimo lúbrico, alojé un texto que hablaba de las ubérrimas ubres de la rotunda Jane Mansfield. Comoquiera que lo escrito estaba interesadamente aliñado con unas fotografías de la dama en cuestión, esa Jane esdrújula, , exhibiendo su volumetría mamaria (raro que el algoritmo del Facebook no lo sancionara), la entrada en cuestión alcanzó cuarenta y siete lectores, aunque quizá lo que de verdad entusiasmara no fuesen las palabras de un servidor, siempre voluntariosas, sino las fotos, la evidencia de la carne, el despendole festivo del pecado, que diría un amigo mío. Y uno concluye que es el ojo el que festeja con más vehemencia los primores de lo sensible, que la escritura a veces adolece de tensión dramática, qué será si no. La imagen sigue siendo el gancho. Las palabras, tan frágiles, de tan corto su desempeño, quedan en adorno, en poco, en nada. Ha muerto la sintaxis. La mía, al menos, no da la talla. La Mansfield tenía la franquicia de las tallas. Y viene lo del valor de las tetas y de las carretas.



10.3.25

Mismidad del pájaro

  


Fotografía: Gilles Allen Taochy

De un pájaro que se busca en un espejo y sostiene en esa mirada huidiza como de no saber entender qué está viendo el peso del mundo. Dura una brizna, apenas un chasquido en el baile del tiempo, pero al pájaro se le manumite su condición de pájaro y se le concede otra, no podemos aventurar cuál, tal vez parecida a la nuestra, igual de frágil, quién sabe. Está el pájaro resuelto en sí mismo, descifrándose. Sus ojos de pronto reveladores conciben las dimensiones del universo en el reflejo sobrevenido. No hay engaño, no le alarma - podría pensar- la noticia de esa identidad súbitamente entregada. Es del sueño la entera propiedad de la imagen. No es ninguna a la que se pueda conferir un volumen o un rango tangible. Luego  alzará el vuelo. Festejará el aire. Se hará de nuevo a su feliz costumbre y dará cuenta de los prodigios que suele, a los que no da mayor importancia. Es su cara en el espejo la que le dará entera zozobra y desconsuelo. Se ha reconocido, ha entrevisto una biografía. Tal vez una metafísica. Ha adquirido, sin que lo sepa, el mimbre de la tragedia, su dolor y su certeza. El pájaro se ha dotado de alma. Todos la tendrán. Habrá sido el agua en un charco, habrá sido un improvisado espejo. Estará ya irremisiblemente tocado por la incertidumbre. 

9.3.25

Los porqués

 



Monkey with gun, New York. / Albert Watson


Comprendo que haya que precaverse, hacer un búnker, dárselas pedagógicamente de previsor, poner la cabeza en modo alerta y no permitir que se entenebrezca más de la cuenta, no vaya a ser que el malestar persevere y no levantemos cabeza en adelante. Porque está la cosa como para echarse a temblar. Mi abuela Luisa se echaba a temblar por todo. Una leve anomalía, algo que perturbara la rutina, la desmadejaba, se veían sus costuras, el trazo de la tela que la vestía por dentro. Yo me acuerdo mucho de mi abuela Luisa. Era de sentenciar y de pasar desapercibida, esas dos cosas contradictorias. El que asevera con rotundidad desea hacerse ver, exponerse, exhibir la puntada y el hilo. Si viviese ahora, ella entera sería temblor. Porque hay de qué temer, se aprecia eso a poco que uno lee las noticias o pone el telediario. Hay unos cuantos descerebrados que nos están intimidando. No parece que haya quien los pare. Nosotros, cómo podremos. Por esas circunstancias, no por otras de más apresto sentimental, me alegro de que no esté, aunque la eche en falta. Ella escuchaba con atención, daba cuenta de lo que se le iba contando y pregonaba sus razones para acatar o para sancionar. Yo no he salido a ella. Hay veces en que no sé cómo manejarme cuando los bárbaros enarbolan sus lábaros y se lanzan a  colonizar la tierra. Porque están avanzando. Están cerca, se les puede ver, vienen. Primero envían sus aranceles; luego enviarán a sus perros. Se oyen sus ladridos, las babas de sus morros desgraciando el verde que pisan. Y no sabemos cómo responder a su inquina. Porque es inquina. Uno querría guarecerse, pero dónde. Cómo. Se me ocurre no querer saber, ignorar, vivir a ciegas, no involucrarme, no tener que sentenciar, ni que escribir. Los desalmados avanzan. Han arrasado el jardín, han profanado los cálices, han entrado a caballo (digo las palabras de Borges). Son los hunos, son los de siempre, ahora rejuvenecidos, entusiasmados. Han roto los libros incomprensibles. Los han vituperado, quemado, temerosos (tal vez) de que las letras encubran blasfemias contra su dios, que es una cimitarra de hierro o es el dinero. No obstante, acudimos a Platón. Enseñó en su Atenas que , al cabo de los siglos, "todas las cosas recuperarán su estado anterior". Que él mismo volvería a su tribuna y volverá a decir estas mismas palabras. Entonces veo venir a mi abuela. Está aquí, toco su mano, ella toca la mía. Estamos salvados. Todos los demonios saben que no pueden hacer nada cuando alguien esgrime su luz para que se desvanezcan las sombras. Porque es de sombras este tiempo y estamos huérfanos. 

5 industriosas hormigas

  Camarada Fernando Oliva, un día acabaremos viéndonos en la cubierta blanco y negro del Potémkin. Un acceso de sentimentalismo nos arruinar...