Se llama pecio al resto de una nave que ha naufragado. Esta definición no es del todo exacta, porque Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927), Premio Cervantes en 2004, es un pecio humano en sí mismo y, lejos de haber zozobrado, yo lo he visto caminar por el barrio madrileño de Prosperidad con traje oscuro de buen año, corbata, sombrero hasta las cejas, zurrón y cachava de pastor, con una mascarilla contra la polución que le tapaba la boca por la que tantas sentencias e invectivas ha proferido y, de vuelta a casa, era saludado con respeto y admiración por tenderos de ultramarinos y guardias municipales, prueba de que sigue navegando muy alto en su oficio. Contemplado de cerca al pasar, admira uno hasta qué punto un hombre de 88 años, como Sánchez Ferlosio, puede convertir el derrumbe físico propio de la edad en una forma de elegancia y seducción. De hecho, en una ruina clásica no hay nada más sólido y estético que ese último sillar por cuyas grietas asoman las lagartijas, que marca el lugar donde se hallaba el tabernáculo o la tumba de un rey. En la cultura española actual Sánchez Ferlosio es ese sillar.
Cosa muy distinta sucede cuando tratas de llegar hasta el fondo de su pensamiento escrito, porque en ese caso deberás servirte de un batiscafo. Sánchez Ferlosio elabora un tejido literario con una sinuosa trama llena de nudos que puede llevarte a la asfixia si pretendes llegar al final del párrafo sin tomar aire. Pero una vez en el lecho de su memoria, allí encontrarás el tesoro: a Sánchez Ferlosio, niño de cuatro años, sentado en las rodillas de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange, camarada y amigo de su padre; sus recuerdos de Roma, donde pasó la Guerra Civil de chaval enamorado de una niña judía; su paso por la Universidad Complutense de Madrid y la fratría que estableció fuera de las aulas con los colegas Ignacio Aldecoa, Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos y Carmen Martín Gaite, con la que se casó, una hermandad que aposentó su rebeldía en los peluches del café Gijón y del Comercial comiendo cacahuetes de mono y bebiendo vino tinto peleón, cosecha realismo social, años cincuenta; en el légamo del abismo está también el éxito desmedido de su novela El Jarama, Premio Nadal 1955, causante de odiosos homenajes que acabaron por abrirle los ojos. “Lo escribí para complacer a los antifranquistas. No me gusta mi juventud ni mi madurez, me da mucha vergüenza”, afirma.
Al diablo con todo eso. Se dice que Sánchez Ferlosio obtuvo su caída del caballo al encontrarse con el libro Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, que le reveló todo lo que la literatura tiene de hueco, falso, brillante y superficial si no se baja a su entraña. La conversión pudo haberle llegado de más lejos, tal vez de Dionisio de Tracia, el creador de la primera gramática, que vivió en el siglo II antes de Cristo. Pero, sin duda, fueron Karl Bühler, Max Weber y Theodor Adorno, sus maestros más recientes, quienes le llevaron a la convicción de que la belleza literaria se halla encerrada en su estructura, más abajo de las palabras, y Sánchez Ferlosio se propuso ahondar hasta poseer su secreto con ayuda de las anfetaminas.
Si lo analizas bien, Sánchez Ferlosio como escritor se corresponde a lo que en pintura fue Cézanne, quien modulaba su plástica mediante planos yuxtapuestos a espátula con los que iba adentrándose en el fondo de la materia para destruirla y hallarle el alma. De esa destrucción nació el cubismo. Del mismo modo, el pensamiento de este escritor se abre disparando el verbo hacia el complemento directo o el predicado, pero en seguida llega a una encrucijada que requiere una subordinada distinta según el camino que se elija para seguir avanzando, a veces en sentido contrario.
Varios matices de extremada sutileza acuden a su mente en ese momento y cada uno requiere a su vez una oración secundaria para abrirse paso. La maraña del pensamiento se va enredando con otras variantes posibles, según se dé la mañana, y al llegar al fondo de la estructura del lenguaje, cuando la sintaxis se convierte en álgebra, el verbo disparado como una flecha da en el blanco. Todo este entramado se convertirá en una sentencia, en una voz de alerta, en una diatriba, en un análisis siempre sorprendente de la actualidad o bien sobre un hecho que se pierde en la oscuridad de los tiempos.
Todo lo hueco, falso, literario, patriótico, brillante de los tópicos y lugares comunes queda para otros. Con razón desprecia Sánchez Ferlosio la ficción. Da la sensación de que Ferlosio se adentró ascéticamente en el estudio del lenguaje no por el placer de la erudición ni por darse el gusto de saber cosas que no le interesan a nadie, sino para dar prestigio a su voz dejando atrás la vana imaginación y reclamar toda la autoridad a la hora de emitir juicios inapelables puesto que nacen desde el fondo de la estructura de la gramática, donde reside la belleza. La verdad, si es que la verdad existe, está en una oración subordinada.
Por lo demás, Sánchez Ferlosio reserva las subordinadas para su pensamiento y la insubordinación para su carácter. La ira le eriza las cejas y pone un punto de acero en la mirada ante la inanidad de la vida y de las gentes. Por eso, Rafael Sánchez Ferlosio, cuando camina por el barrio de Prosperidad con mascarilla en la boca, se parece a Dionisio de Tracia, maestro de la escuela de Rodas, que toma notas en una libreta apoyado en el capó de los coches, que luego serán pecios sumergidos, sillares o columnas derribadas de una ruina en un campo de retamas.
El último sillar del tabernáculo. Texto: Manuel Vicent. El Pais.com. 10.01.2016.
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