Ramadán karim

Por Expatxcojones

Mi calle minutos antes del F'tor. expatriadaxcojones.blogspot.com


Mucho se ha escrito sobre el Ramadán, el mes santo de los musulmanes, como para que yo le dediqué unas palabras. Sería insulso y aburrido. No es de este mundo nuestro tan globalizado —en que, año tras año, los informativos nos cuentan lo mismo —el que no conoce porqué se hace, en qué consiste y cuánto tiempo dura. No seré yo quien lo explique una vez más. Siguiendo con mi línea editorial —egocentrismo puro y duro— me gustaría hablar sobre como es el Ramadán para una persona que no es musulmana y vive en un país donde la religión mayoritaria es El Islam.
La fecha de comienzo del Ramadán no es fija, varía cada año. Si el año pasado fueron los treinta días del mes de julio, este año se corre atrás una quincena y ocupa, aproximadamente, del quince de junio al quince del mes siguiente. Digo aproximadamente porque no es una operación ni tan simple ni tan exacta. Depende de la luna. Y no sólo de ella. El astro tiene que ser visto por unos ojos acreditados in situ. De nada sirve guiarse por el calendario lunar. Factores como la meteorología, la orografía o la contaminación pueden alterar la visión y retrasar la fecha otro día. A los expatriados como yo, condenados a la ignorancia hasta el último minuto, no nos queda otra que resignarnos. Cada año es igual y aun así cuesta acostumbrarse porque —y es sólo un ejemplo— en la guardería de La Peque, durante el mes del Ramadán reducen el horario —abren más tarde, cierran más pronto—, pero al no saber cuando comienza hasta que ya ha empezado puede ser que la lleve y tenga que volverme a casa con la niña en brazos.
Hay quien podría pensar que el hecho de que los demás hagan el Ramadán no tiene porqué afectarle a uno. Siento discernir. Influye y mucho. Como el ayuno es obligado desde que sale el sol hasta que se pone, el Ramadán conlleva el cierre diurno de todos los cafés, restaurantes y bares de la ciudad, con la única excepción de los hoteles. Pero no sólo es imposible desayunar o comer fuera, es arduo complicado incluso abastecer de comida el propio hogar a las horas en que se está acostumbrado, entiéndase lamañana.El mercado, el súper, la pescadería y la panadería cambian el horario de atención al público. Como la gente no prepara comida al mediodía, sino cena por la noche, abren más tarde. Ante este panorama no queda otra que ser previsor, vaya a ser que te quedes sin aceite, se te acabe el pan o hayas de comprar detergente, y te veas obligado a esperar unas horas antes de poder comprarlo. El resto de negocios, a pesar de estar abiertos, cuentan con unos trabajadores somnolientos y cansados, poco dispuestos a llevar a cabo su tarea, sea cual sea. El país vive aletargado.
A pesar de que Marruecos es un país abierto, pacífico y tolerante, que además cuenta con un alto porcentaje de turistas, esto no significa que puedas pasearte por la calle comiendo o bebiendo alegremente. Se presupone que eres lo suficientemente comprensivo como para entender el sacrifico de los que no pueden disfrutar de un simple vaso de agua y está mal visto que tú, aun pudiendo porque tu religión —si es que la tienes— no diga nada al respecto, lo hagas. Es decir, que sales a la calle por la mañana, bajo un sol abrasador, no sopla el aire, caminas por una cuesta empinada, empiezas a sudar como un cerdo pero no puedes beber aunque lleves una botella de agua metida en el bolso. No es únicamente por consideración hacia el prójimo, se trata de tu seguridad. Porque si te atrevieras a hacerlo, alguien podría agredirte. A mí me han insultado. He escuchado decir a algunos extranjeros, que trabajan en plantas marroquíes, que la única manera de poder comer es bajar las persianas del despacho, cerrar la puerta con pestillo e ingerir los alimentos a velocidad de la luz. Rezando para que nadie tenga una duda en ese preciso momento y quiera hablar con el jefe; rezando, también, para que la ingesta de comida en tiempo record no tenga como resultado una digestión difícil.
Durante el Ramadán, los musulmanes no duermen por la noche. Asúmelo, tú tampoco vas a hacerlo. Porque si durante el día, las calles se asemejan a las del Apocalipsis. “Es como estar en The Walking Dead”, dice un amigo y tiene toda la razón. Persianas bajadas, poca gente caminando, casi ningún coche circulando, escaso ruido y cero actividad. Las noches son todo lo contrario. La vida de la gente empieza a partir de las siete de la tarde, cuando se termina el ayuno, y dura hasta las cinco de la madrugada. Durante estas horas se invierten los papeles que interpretamos durante el resto del año. Los vecinos ponen la tele a todo volumen, los coches circulan por las calles tocando el claxon a cada momento, las motos hacen carreras y derrapan chirriando sobre el asfalto, los jóvenes se juntan con sus amigos y suben a la terraza, se ponen a hablar, cuando no a cantar, sin importarles que sean las tres de la mañana y tú estés intentando dormir bajo sus pies. Las desventajas de vivir en un ático. Al día siguiente, te levantas con el pelo alborotado y las legañas todavía pegadas, arrastrando los pies mientras te los imaginas a ellos bajo las mantas. Hay que joderse.
Es imposible comprar alcohol en ningún lado. Incluso antes de empezar el Ramadán, los establecimientos autorizados echan el cierre. Ya sea mediante rejas con candados o sábanas superpuestas, el líquido maldito está vetado. Para ti, para mí, para todos. Se impone la ley seca. Aunque siempre podrás evadirte fumándote un porrito; eso sí.
Dicen que el Ramadán sirve, entre otras cosas, para ponerse en el lugar del otro pero, curiosamente, a medida que avanzan los días el ambiente en la calle está, cada vez, más enaltecido. Es común encontrarte con discusiones acaloradas por las cosas más nimias, como el asiento del taxi, la preferencia en la rotonda o la cola del supermercado. Fue el año pasado por estas fechas que nuestro vecino tuvo un encontronazo con el Kalvo. El mismo hombre que se levanta los 365 días del año, a las cinco de la mañana, para ir a rezar a la mezquita coincidió con mi marido en el ascensor y le amenazó: “Voy a matarte. Yo ya soy viejo, no pierdo nada pero tú tienes familia. Ándate con cuidado”.
Los extranjeros que pueden permitírselo se marchan. Estos días el ferri y el avión van llenos hasta los topes. Pero no sólo desaparecen los queno son musulmanes, muchos marroquíes también abandonan el país. Familias enteras hacen las maletas y pasan este mes en Marbella, Bélgica, España o cualquier lugar del extranjero; lejos de los conocidos y las miradas de desaprobación. Tengo un amigo marroquí que no hace el Ramadán y por trabajo debe quedarse en Tánger. Cuando salimos a algún sitio no come, vaya a ser que alguien lo vea y tenga problemas por saltarse el ayuno. Después, justo se monta en el coche, se zampa las galletas de sus hijos de cuatro en cuatro. Eso sí, con la cabeza agachada y engulléndolas sin masticar. Toda precaución es poca.
No todo son inconvenientes, el Ramadán también tiene su lado bueno. Para mí, lo mejor es poder disfrutar de la playa para mí sola. Porque durante este mes está prácticamente vacía. Apenas algún padre con sus hijos, un par de turistas o un grupo de jóvenes atrevidos. El resto de la gente la evita. Y es cuando yo, que odio las aglomeraciones si no son nocturnas, más la gozo. Sin problemas para aparcar el coche o encontrar una sombrilla. Sin sufrir porque a Terremoto vayan a darle un pelotazo en la cabeza cuando está haciendo castillos en la orilla. Sin ruido. Sólo el mar y nosotros. Ramadán Karim.