Quizá lo primero que hay que advertir es una obviedad: “Rams” es cine nórdico, con muchas de las características que definen la cinematografía de esas regiones. Es decir, minimalista, algo minoritario, más sugerente que discursivo, con personajes hieráticos que expresan más con su silencio y actitud que con la palabra.
“Rams” nos adentra en la profunda Islandia rural para contarnos la historia Gummi y Kiddi, dos hermanos solteros que llevan 40 años sin hablarse, aunque sus viviendas sólo están separadas por unos cuantos metros. Crían carneros de una raza autóctona, y ambos se esfuerzan cada año por presentar a competición el ejemplar mejor desarrollado. La amenaza de una epidemia puede dar al traste con tantos años de trabajo y de brega por preservar la pureza de la raza, y llega la hora de tomar medidas por parte de las autoridades sanitarias. Pero Gummi y Kiddi (espléndidos los veteranos Sigurður Sigurjónsson y Theodór Júlíusson) tienen sus propias ideas.
Quizá la historia se quede un poco corta, pero es posible que esta impresión se deba a un modo de narrar muy distinto al que estamos acostumbrados; recuérdese por ejemplo “Una historia verdadera” (David Lynch, 1999), película con la que “Rams” tiene algún punto en común. Aquí el director deja que sea el espectador quien intuya el itinerario interior de los personajes –las aspiraciones, los deseos, los afectos, las penas, las (buenas) intenciones–, a través primeros planos y de planos detalle; de planos psicológicos se podría decir. Porque a la postre, descubrimos que los islandeses son como nosotros; y cuando sufren, también lloran.
No es, por tanto, una película para todos los gustos, pero es cine de calidad técnica y humana, que nos regala una secuencia final simbólica y conmovedora en su sobriedad. Muy recomendable, en muchos sentidos.