Rana Plaza: lo que hemos aprendido (o no) ocho años después

Por Ne0bi0 @buenosviajeros

Corría el año 2013 cuando en Savar, un suburbio industrial de la poblada ciudad de Dacca, capital de Bangladesh (India), se dejó notar un ligero temblor. No se trataba de un terremoto; era un movimiento producido por la acción humana. En este caso, una negligencia que se llevaría por delante más de 1.300 vidas humanas, dejando heridas a casi el doble: el derrumbe del Rana Plaza, lugar de trabajo para múltiples empresas textiles de origen occidental. La catástrofe evidenció las malas condiciones de vida y de trabajo de los empleados en la industria textil del país: sin seguridad, sin apenas remuneración (el coste de vida superaba por siete el salario mínimo, en este caso 50 euros mensuales) y con jornadas caracterizadas por la extenuación. ¿Hemos aprendido algo ocho años después?

Por entonces, el episodio del Rana Plaza llevó a los medios de comunicación y la opinión pública a ejercer tal presión que, por primera vez, se aceptó una negociación colectiva a través de un acuerdo tripartito entre gobierno, empresas -como, por ejemplo, Primark- y trabajadores. El resultado fue un compromiso de seguridad legalmente vinculante, no voluntarista, que consiguió mejorar la seguridad de las fábricas. Su rubricación en 2013 abrió la veda para más de 1.500 inspecciones dentro de las 1.677 fábricas incluidas en el pacto firmado por un país en el que la industria textil representa más del 80% de las exportaciones nacionales. En total, se llegaron a cerrar casi 200 factorías. En la mayoría de las que quedaron abiertas, las empresas se vieron obligadas a tomar nuevas medidas adicionales de seguridad. De hecho, según relataba ese mismo año a la BBC un funcionario del gobierno dedicado a las inspecciones, "el 50% de las fábricas están funcionando con parámetros peligrosos".

Montanyà: "Las cadenas de suministro basadas en la reducción de costes generan riesgos sociales y medioambientales"

El éxito del acuerdo, no obstante, fue -y es- mínimo. En primer lugar, porque el acuerdo de seguridad firmado tras el desastre del Rana Plaza lleva prorrogado desde 2018 y caduca, si nada cambia, en agosto de este mismo año. En segundo lugar, porque el margen de mejora en términos de seguridad aún es una asignatura pendiente -especialmente en el contexto pandémico, donde afloran las denuncias sobre la falta de medidas básicas como la distancia social- y porque las condiciones laborales siguen siendo extenuantes, con jornadas de sesenta horas semanales a 0,30 euros la hora. A todo esto se suman las subcontratas a pequeños e informales centros de producción firmadas por grandes fábricas de Bangladesh, que lleva a ignorar las normas y medidas establecidas.

"Cuando se construyen cadenas de suministro con la reducción de costes como pilar principal hay muchas posibilidades que se generen riesgos sociales y medioambientales", explica Oriol Montanyà, director del Observatorio de Sostenibilidad de la Universitat Pompeu Fabra. "La globalización económica favoreció la aparición de cadenas largas y frágiles. Así, la posibilidad de ubicar la producción en países con mano de obra más barata, sumado a un transporte internacional con costes mínimos, animó a algunas empresas a iniciar un proceso de deslocalización industrial, incrementando las distancias y fomentando relaciones comerciales basadas estrictamente en criterios económicos. Así es como se consiguió abaratar el coste unitario de los productos, si bien con procesos cada vez menos sostenibles ".

Y sus serias consecuencias a nivel particular pueden alargarse durante años. En la actualidad, los supervivientes del Rana Plaza continúan sufriendo. Según informa Action Aid Bangladesh, más de la mitad no puede trabajar debido a traumas físicos y psicológicos. Más allá de los casos de amputaciones -normalmente acompañados de una invalidez de por vida- y las crisis psicológicas, estas víctimas han quedado sumidas en la pobreza: la compensación económica que recibieron ni siquiera cubre el coste de los tratamientos.

Las condiciones laborales siguen siendo extenuantes, con jornadas de 60 horas semanales a 0,30 euros la hora

¿Qué ha cambiado entonces? "Tras el derrumbe no hubo transformaciones estructurales en las cadenas de suministro, pero sí un cambio significativo en la mentalidad de muchas empresas", defiende Montanyà. Matiza, no obstante, que ha surgido una cierta visión global y una nueva gestión transversal en el ámbito corporativo. Se ha ido a mejor, pero solo en un sentido mínimo. No se han creado las condiciones para el cambio de un modelo dañino en términos humanitarios y ecológicos, sino que tan solo se ha intentado compensar parte de sus impactos. Como indica el profesor, "unas cadenas de suministro más cortas tendrían efectos directos sobre el medio ambiente, ya que reducirían el consumo energético y la huella ecológica, al mismo tiempo que se facilitaría la trazabilidad de los proveedores, facilitando unas condiciones laborales dignas ".

No obstante, el cambio ni está, ni -por el momento- se le espera. "Los países occidentales son más conscientes de la importancia de las cadenas de suministro resilientes, especialmente en aquellos productos estratégicos para cualquier nación. El debate se ha acelerado debido a la falta de material sanitario durante la primera fase de la pandemia, y se ha reafirmado con el desabastecimiento de chips electrónicos que está golpeando a la industria automovilística europea y norteamericana", explica Montanyà. Son, desde su punto de vista, episodios que han evidenciado los costes colaterales de la deslocalización industrial. Tanto que incluso la propia Comisión Europea ya aboga por una reindustrialización continental, defendiendo que "los cambios geopolíticos y las crisis naturales, como la pandemia, destacan la fragilidad de nuestro enfoque actual de la producción globalizada". El sistema productivo actual sigue creando, hoy, la misma serie de problemas que en 2013 y todo apunta a que el problema no está tanto en los síntomas como en la propia enfermedad.

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