Hace unos 6 años, sentados en el consultorio del doctor, estábamos Beto y yo, ojeando una revista. De pronto, nos encontramos un anuncio para clases de Mini Tenis. Aceptaban a los niños a partir de los 3 años. Recuerdo perfecto que estábamos ahí para escuchar el corazón del bebé por primera vez, pero en su mente, Beto ya lo estaba inscribiendo a su primera clase. Hizo cálculos para ver cuándo más o menos sería el tercer cumpleaños de este bebé (que todavía estaba lejos de nacer) y puso una anotación en la agenda de su teléfono.
Tres años y siete meses después, sonó la alarma. Era tiempo de inscribir a Pablo al tenis. Él quería ir al fútbol como su abuelo, pero su papá dijo: “No. Al tenis, igual que su padre”. Le compramos todo el atuendo. Se veía increíble en la cancha con su pequeña raqueta. Pero no tardamos nada en darnos cuenta que lo suyo, lo suyo… NO era el tenis. Terminó el año, nada más por disciplina; pero en cuanto acabó el curso, colgó la raqueta.
Como era de esperarse, Beto se sintió decepcionado. Él ya se veía todos los sábados jugando tenis con su hijo. Ahí es donde entré yo al rescate, dándole mi sermón de que no podemos imponerle a los niños nuestros hobbies, porque son individuos con sus propios gustos y sus propias habilidades, blah, blah, blah…
Ahora, me muerdo la lengua.
La semana pasada llevé a Pía a su primera clase de ballet. Llevo soñando con este momento desde el día que escuché las palabras: ¡es niña! Siempre dije que si ella decidiera no ir al ballet jamás, yo iba a respetar su decisión… pero éste, no fue el caso (¡graaaaacias, Dios!). Pía iba feliz. Yo, más.
Después de tomarle fotos hasta que su “¡ya, mamá!” fue bastante insistente, la dejé en el salón y me fui a sentar con todas las mamás de afuera. Y al igual que todas las mamás de afuera, yo sabía que mi hija era la más linda con su chongo y sus zapatillas.
Yo empecé a bailar a la misma edad que Pía. No lo dejé hasta los 24 años. Y hace un año, lo retomé. Por supuesto que muchas veces durante mi adolescencia tuve discusiones con mi mamá por ya no querer ir, pero ella siempre se mantuvo firme. Hoy en día, estoy eternamente agradecida con ella por no habérmelo permitido. Sin embargo, esto me causa un conflicto: ¿qué pasará el día en que Pía me diga que ya no quiere ir al ballet? ¿Respeto su decisión o insisto en que se quede? Por otro lado ―y regresando al tema de Beto, Pablo y el tenis― ¿habremos hecho bien al sacarlo o debimos haber insistido en que lo intentara por más tiempo? ¿Ustedes qué piensan?
Creo que por ahora, me limitaré a disfrutar que ella lo está disfrutando. Y por lo pronto, el sábado tiene su clase pública. Muero de emoción. Sé que no será una función del Ballet Bolshoi y no espero que lo sea. Lo único que espero es verla bailar, pero con una sonrisota. Y yo también estaré ahí, con mi propia sonrisa de oreja a oreja y un ramo de flores para mi prima bailarina.