Rascacielos vacíos en el corazón de la ciudad

Publicado el 24 abril 2010 por Almargen
Algunas noches, al pasar por la Nacional II a la altura de la M-30, mi mirada se queda prendida a un edificio vacío, de ventanas oscuras y fachadas de piedra blanca. Es el edificio Philips, un edificio con cierto aire funcional y postsoviético, que sombrea la autovía en los días de sol y que se convierte, por la noche, en una mole apagada y silenciosa, en un resplandor blanquecino y mate con todas las ventanas cerradas y sus cristales reflejando las luces de los edificios próximos. Anoche, sin embargo, no todas las ventanas estaban cerradas. Una de ellas, quizá en el cuarto o quinto piso, estaba abierta de par en par, como una boca de sombra, lo que acentuaba aún más la sensación de abandono del edificio. Recordé que, alguna vez, hace ya muchos años, llevé a reparar allí un pequeño electrodoméstico y que me llamó la atención el contaste entre la desmesura del edificio y la existencia, allí, de un taller de reparaciones o de recambio de diminutos aparatos defectuosos. Pensé, además, que debía de tener no pocas plantas vacías, sin uso. Mientras contemplaba, de paso, el edificio Philips, comencé a pensar en una noticia leída hace tres años, creo que a principios de 2007, respecto a la situación de abandono (a la espera de nuevos usos) de los dos primeros rascacielos que tu vo Madrid después de la guerra y tras el iniciático de Telefónica: el Edificio España y la Torre de Madrid, dos de las construcciones más conocidas de los hermanos Otamendi.
Recordé que aquella noticia me llevó a indagar en sus orígenes y a fantasear, con cierto vértigo, con la realidad de aquellas dos moles que habían reforzado el aire neoyorkino de la Gran Vía en su tramo final, donde la Plaza de España, cuando se construyeron (en 1953 el edificio España, entre 1954 y 1960 la Torre de Madrid), dudaba entre prolongar la ciudad hacia el oeste, por la Universitaria, o hacia el sur, en los barrios deprimidos y periféricos, en su mayor parte extendiéndose gracias a la inmigración interior de aquellos años, mediante chabolas construidas con nocturnidad y necesidad, del otro lado del Manzanares, entre las carreteras de Extremadura y Andalucía.
Aquel vértigo tenía que ver con mi recuerdo de aquellos edificios como símbolo de la más absoluta modernidad. Eran el escaparate de la dictadura por el que pasaban las grandes estrellas de cine que recalaban en Madrid. Allí, en su interior, había centenares de tiendas de lujo, eran ciudades llenas de actividad (oficinas, productoras de cine, empresas de exportación e importación, sucesoras del estraperlismo, prostíbulos de lujo y despachos de arquitectos, diseñadores o artistas varios) que sirvieron para que el cine español de la época reflejara la idea, algo acartonada por la realidad del franquismo, de que Madrid podía ser también neoyorkino. Incluso hubo un hotel, cerrado hace no mucho tiempo, que era el colmo del lujo: el Crowne, en el edificio España, donde se alojaban grands actrices y grandes actores que llegaban de Hollywood. Amigos de mis padres (creo que ellos, mis padres, jamás tuvieron la oportunidad de entrar en ninguno de esos rascacielos) contaban que para imaginarse en Nueva York no hacían otra cosa que tomar el tranvía y acercarse a la plaza de España para perderse en las zonas de tiendas de lujo de aquellos edificios y pasar allí la tarde. La piscina de la azotea del Edificio España debió de albergar no pocos sueños cosmopolitas y en sus viviendas de lujo se alojaron algunas glorias de la cultura de aquella época.Una frase, leída en una de las crónicas que hablaban del abandono de uno de los rascacielos, define perfectamente esa sensación: "Esto era el centro del mundo cuando en el resto de España se pasaba hambre". Era la opinión de un ciudadano anónimo.
Sentí un miedo raro al pensar en un interior con cientos de viviendas y cientos de comercios, con innumerables ascensores, experimentando el silencio y la oscuridad de la ausencia de vida. Pasillos y galerías vacíos. Estancias fantasmales, pasadizos de sombra... Y todo, en el corazón de Madrid. Era como si la noticia fuera un anticipo de lo que puede ser una ciudad abandonada. Era como la sombra de un sueño extraño, tal vez de una pesadilla.  Intenté imaginar el Empire State vacío, muerto. O la torre Sears de Chicago. Y no pude. Pensé que, una vez más, la realidad había superado a la ficción. ¿Quién podía pensar que, por ejemplo, la Torre de Madrid, que actuó de frontispicio ultramoderno de Franco reflejando, en la noche, la palabra IKE en su inmensa fachada para recibir a un presidente Eisenhower presto a avalar la dictadura, podía ser, décadas después, un cascarón vacío a la espera de una incierta reforma?
Sólo una vez, creo que a principios de esta década, tuve una sensación parecida: al visitar un centro comercial nacido en los años ochenta en la periferia de Madrid (uno de aquellos Zocos que proliferaron como setas con la posmodernidad comercial) que había caído en la más absoluta decadencia. Tiendas cerradas con escaparates polvorientos, carteles de "Se vende" o "Se traspasa" ocupaban el lugar que en mi recuerdo llenaba la algarabía de los fines de semana inaugurales, llenos de familias viviendo el descubrimiento de un mundo comercial en apariencia a su alcance, una nueva forma de ocio que tendría efectos devastadores en ls décadas siguientes..
Todo ello nos habla no sólo de la fugacidad de la vida, sino de la evolución de las ciudades y de la cultura y, sobre todo, de la especulación urbanística e inmobiliaria. Los dos rascacielos abandonados en el centro de Madrid (en un interminable proceso de reforma) y los diversos zocos que malviven en algunos pueblos de su periferia (además del antes mencionado, situado en Coslada, he visto otros en ciudades menos "subalternas" como Torrelodones o Pozuelo) muestran a las claras que la opulencia y la felicidad de artificio nunca son eternas.