Nº 7-8, Enero – Diciembre de 2006
Universidad Pedagógica Nacional, UPN
Por Zeuxis Vargas Álvarez
Psicopedagogo Universidad Pedagógica NacionalTengo necesidad de poesía para vivir, y quiero tenerla alrededor mío. Y no admito que el poeta que soy, haya sido enfermado en un asilo de alienados, por querer realizar al natural su poesía. Antonin Artaud, Cartas desde Rodez.
I
El caso de Raúl Gómez, el único poeta “maldito-criollo” como lo afirma Jáuregui (1997: 2), es esencialmente particular; esencial, porque con su vida-obra Raúl marca una generación que sólo puede representarse con él, y particular porque su generación excede y enriquece el lenguaje poético universal. No son la locura y la muerte los ejes temáticos que conducen toda su poética tal y como concluye Jáuregui en su tesis (1997: 100). No es el prototipo del poeta como mendigo o loco, como destructor de sí mismo lo que hace grande su poesía; aunque tampoco podemos negar que estos aspectos son los que señalan la admiración que la mayoría de sus lectores prodigan por el “marihuano conocido”.
Sin embargo, estas aseveraciones inconscientemente –se puede llegar a afirmar– están poseídas por cierta infamia, que sin quererlo, sus más allegados amigos y contemporáneos ayudaron a fortalecer. Esto es lo que sucede cuando se desconoce al genio y se engrandece al hombre, como lo hizo la propaganda editorial que se tejió a su alrededor, que sirvió no para entenderlo sino para destruirlo. En este sentido Héctor Rojas Herazo no se equivoca al sentenciar en una entrevista que “la fama es otra forma de difamación. El individuo queda alterado, menoscabado” (Citado por Ramírez, 1990: 19). Raúl en este sentido es víctima del mundo en que se sobrevivió o le tocó sobrevivirse. Así su tragedia es sólo posible compararla con el “suicidado por la sociedad”: Van Gogh, con ese “ángel extraviado” que fue Rimbaud o aquel alienado magnífico que fue Artaud.
Y es que lo que asombra siempre en Raúl, es ese distanciamiento maldiciente que existe entre él y el mundo post-provinciano que habían logrado los poetas de Mito, quienes a la cabeza de Jorge Gaitán Durán, se empecinan en sacar de la ignorancia al pueblo colombiano, generando así, con su revolución cultural de revistas, libros, autores y polémicas, a ese grupo de jóvenes histéricos que un día deciden quemar la Biblia y la María como demostración concluyente de una labor cumplida.
Así nace el nadaísmo, reemplazando la cultura crítica y política de Mito. Hijos de Fernando González Ochoa, el agónico[1] y del grupo de orates que buscaron en un pueblo de terratenientes a los sátiros y los encontraron. Mientras esto sucedía un joven repleto de nostalgia y ansiedad, construía en público obras de teatro y desamores de bohemia, pero muy dentro ese otro ser que lo habitaba comenzaba su aventura hacia la noche. Ese joven era Raúl, tímido por excelencia, bibliófago por placer. Ya en esa época todos presienten al poeta como lo dijera en una entrevista su primo lejano, Juan Gossain.
Perteneciente por calendario a la “Generación de los Últimos Poetas” y que Harold Alvarado Tenorio atrevidamente reconociera dentro de su enumeración de la “Generación Desencantada”, Raúl vive los setenta gloriosos de Carranza, de Roca, de Quessep y de Rivero entre otros, en el más reconocido anonimato.
Esas generaciones maravillosas pasan por un lado sin dejar mayores impresiones porque a lo mejor el joven Raúl, al igual que el joven Cortazar, comienza a sentir que el poeta que lleva adentro es bueno y mejor, y lo que es, más escandaloso aún, que es distinto a todo lo que ha existido. Por eso en los ochenta se lanza de golpe, tira sus dados a la suerte, o lo que es mejor decir “–juega su – corazón al azar” (Rivera, 11) y se lo gana la infame gloria y la locura. El poeta, esplendoroso en su creación léxica, perdidamente comienza una desintegración externa que años más tarde lo llevará a la muerte. Sus experimentos con las drogas lo conducen río abajo sin control alguno, como a Artaud las mismas drogas lo llevaron a un desenlace donde el genio sólo se sobrevive por su obra, que no es locura, que no es muerte sino que es poesía al natural. Por lo tanto, lo mejor sería decir con palabras de otro loco: Hölderlin, que la poesía para Raúl fue su juego peligroso.
II
Esta vez asistimos a una poesía que hecha con el lenguaje más cotidiano, logra expresar algo rotundamente nuevo. Su impresionismo consiste en describir su pasado, sus íntimos recuerdos y obsesiones tal y como le llegan de golpe a su memoria, pero sucede algo, Raúl observa que para describir esa cotidianidad valéryeana[2] que es el hombre, necesita de un instrumento mágico que haga posible el milagro o, de lo que es más sorprendente, que haga posible el elixir. Raúl busca realizar a través de su poesía lo que hace Dorian Gray con su retrato y al parecer lo logra. Es así como sentencia soberbio que “la poesía – lo – preserva”. (Citado por Jáuregui, 1997: 70)
El instrumento mágico consiste en darle a cada instante de su vida, de su verdad, el brillo incesante de una fantasía, de un desvarío, de un ensueño. Raúl escarba el lenguaje y encuentra en el surrealismo la fórmula exacta para producir el efecto de una poesía terrible.
En el primer periodo, que lo podemos denominar como el Periodo de Rompimiento con el Mundo, Raúl hace explícita su renuncia a la “altanera multitud”. El Tríptico cereteano que abarca poemas desde 1980 hasta 1988 proclama el nacimiento whitmaneano de un ser que busca su patria con angustia e instinto, de un ser que proclama como navío de su aventura primordial, el universo de su infancia. Los años juveniles, las lecturas modernas y los ensayos de sus contemporáneos le sirven para madurar su método impresionista-surrealista que se ve estupendamente representado en este primer periodo, donde lo innombrable ancla en un pueblito del Caribe colombiano.
Gómez atrapa las primeras impresiones: su niñez, las mariposas, los mameyes, los mangos, la lluvia y su familia y, a través del lenguaje surrealista hace de esas impresiones el muñón de poemas que golpean los ojos ingenuos de un lector que no da crédito a lo que lee. Raúl con su primer experimento concluye que su método ha dado resultado, que el recibir las impresiones tal y como le llegan a su memoria y pasarlas por la prensa de su surrealismo esplendoroso, da como fruto las criaturas formidables que son sus poemas. Raúl entiende, al igual que Breton que “no ha de ser el temor a la locura lo que nos – hará – bajar la bandera de la imaginación” (García Maffla, 1976: 9). Por eso su propósito será de ahora en adelante ser ese “único poeta maldito que se acuesta temprano” porque la poesía es su nuevo oficio y como oficio lleva “trabajo, muchísimo trabajo” (Citado por Echavarría, 1998: 217-218).
Su segundo periodo corresponde al del poeta, ya no evocativo y en constante disgusto con la imposición de una “verdad, no hecha a su ser ni medida” (“Pueblerinos”, Retratos), sino que ahora será la de un poeta que desde su patria, desde su velamen nostálgico, resucitará y hará milagros como el galileo. Es el periodo del redentor histérico que podríamos denominar: Periodo de las Dedicaciones, Raúl se inflama de amor, es una hoguera que arde en el confín de sus más secretos amoríos y sabe que la única forma de mantenerse flamante es sobreviviéndose en los otros, es el periodo de la otredad, de la alteridad.
Toda su poesía consiste en nombrar esas cosas indecibles que fueron sus desamores, sus amigos, sus viajes al aquí y al allá, sus milagros en el vientre y en el espejo. Este periodo retiene lo mejor y lo peor del poeta, en él está consignada su poética de 1989 hasta 1993. Estos poemas hablan de mujeres inventadas sólo para la estatura de su placer, de amigos sólo imaginados para el vértigo de sus perversiones, de animales creados sólo para el delirio de su curiosidad y de poetas sólo recreados para el deleite de sus pocos dientes.
Si en el primer periodo Gómez Jattin afirma: “Ante el mar encendí mis primeros poemas” (“Pueblerinos”, Retratos). Y sentencia que: “Hoy te digo que creo en el pasado / como punto de llegada” (“El leopardo”, Retratos). En el segundo periodo elocuentemente alega que: “Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos” (“Ellos y mi ser anónimo”, Retratos-Segunda parte). Aunque la anterior cita pertenece al Tríptico cereteano, es conveniente señalar que ésta representa el invaluable propósito de la angustia por la alteridad, que se observa en Hijos del tiempo y en Esplendor de la mariposa. Con esto define el propósito de su segundo periodo. Si en el primero es ser Whitman, en el segundo es ser el Golem, ser los otros.
Una aclaración pertinente antes de extenderme en la descripción del último periodo, es que, aunque cada uno de ellos define y representa una búsqueda, un propósito determinado desde el tema de lo indecible, los tres periodos se entrecruzan y se relacionan en su poesía completa. Ya el primer periodo deja al descubierto ojos y sombras del segundo, ya el segundo entrevé patios y atardeceres del primero, ya el tercero evoca la alegría y amistad de los anteriores.
Con su repartición o su unidad heterogénea, dispuesta en el recuerdo y en la nostalgia de los otros, Raúl vislumbra que su artilugio impresionista-surrealista está ya eficazmente preparado para su próximo y contundente logro, que más que un logro será un reto y que más que un reto será un suicidio.
Pero antes de pasar al tercer periodo valga una última observación: algunos críticos y entre ellos básteme nombrar a Jáuregui, observan que el Esplendor de la mariposa es un poemario deficiente que “carece de fuerza expresiva y adolece de problemas de sintaxis” (1997: 22). El libro Esplendor de la mariposa pertenece al segundo periodo, allí se observa, muy lejos de esta crítica malsana, la promoción de ciertas verdades tales como esta:
Los poetas – Amor mío – son unos hombres horribles unos monstruos de soledad –evítalos siempre – comenzando por mí Los poetas –Amor mío – son para leerlos Más no hagas caso a lo que hagan en sus vidas
Ahora bien, una anécdota más, Gómez Jattin entrevistado evoca que estando en el Hospital de San Pablo en Cartagena escribió en media hora el poemario Esplendor de la mariposa (Citado por Jáuregui, 1997: 22); que en media hora se logre la rotunda maravilla y excelencia que hay en esos poemas, empezando por el título, es ya bastante argumento y antítesis para derrumbar las declaraciones de los críticos, que se empecinan en dar todo el crédito de la poesía jattineana a la desaforada popularidad y admiración que siente y necesita el pueblo colombiano por tener un poeta maldito. Es preciso observar que Gómez Jattin vale por sus poemas más que por su vida clandestinamente pública y que ésta, en pocas palabras, son sus poemas.
El tercer periodo lo demuestra este último segmento de su poesía, por lo que podría denominarse como Periodo de la Desolación en donde Raúl se mira fijamente ante el espejo y se da cuenta que ese cuerpo envejece, que ese rostro se acaba mientras adentro el niño “sigue tirándole piedrecillas al cielo”. Esta es la época de los continuos desvaríos, ya que el genio está siendo derrotado por el hombre y el hombre por los abusos de la droga y la locura.
En este periodo se puede advertir cierto cansancio, cierta confesión, cierto aburrimiento de seguir vivo. Son y serán sus últimos poemas los que darán cuenta de un ser que desde su iniciación poética, entrevé su tragedia y como consecuencia, en los últimos versos de su poema “Qué trabajos tan hermosos tiene la vida” profetiza el propósito de su tercer periodo y desesperado grita: “Empieza un verso / Apúrate pendejo que por ahí entre tus glándulas / transita la vejez inerme” (Amanecer en el Valle del Sinú).
Gómez Jattin se siente acosado, acorralado, sabe que no ha logrado darle un sustantivo a lo innombrable, sabe que es su última oportunidad. Es el periodo suicida por naturaleza, el de los profundos desvelos, el del poeta que “Ante un espejo oscuro aún – es – un hombre joven” (“Ante un espejo oscuro”, Amanecer en el Valle del Sinú) y busca “medir sus propias distancias” (Amanecer en el Valle del Sinú), busca, para no ser recurrente, ese poema que lo haga eterno.
Es magnífico observar cómo Raúl desde que comienza su aventura poética se instituye dentro de su poesía como un oráculo que augura su futura comunión con lo trágico de su vida. En el poema “El agresor oculto” que hace parte de su primera fase, asistimos a ese augurio o eficaz confesión de un hombre que reflexiona sobre su pasado y que vislumbra en él los instrumentos terribles de su propio patíbulo. Raúl, desolado, comprende que ya no es posible escribir sobre su patria o sobre los otros para sobrevivirse, que lo único que ha logrado con esos intentos es envenenarse la sangre, que la cuestión consistía en hablar de él, porque a fin de cuentas es lo único que finalmente lo acompaña. Entonces es aquí donde logra el milagro; como alguien que ya está dispuesto para el fatal nudo de la horca o para el duro y rígido mecanismo de la cruz, grita desde su primera miscelánea de versos en su poema “De lo que soy” que “La poesía es la única compañera” (Del amor) y que como poeta lo último que le queda es la satisfacción de haberse acostumbrado a sus cuchillos.
Satisfacción que se puede advertir durante toda su obra, pero que en sus últimos poemas dejan ver esa criatura angustiada por el reconocimiento de su propio misterio y locura. No obstante, tanto su ulterior poesía como los versos póstumos que sus amigos hacen públicos, sólo muestran, no la lucidez como ellos afirman de un hombre que escapa a ratos de su locura, sino la ya confrontación real con su destino que demarca el aspecto derrotista y heterónomo de un poeta vencido por “Los años (...) con su carga de piedras afiladas” (“El leopardo” Retratos).
Por eso sus últimos poemas son la ejecución de un demiurgo que busca escapar a la vida preservándose en el lenguaje. El poeta finalmente se reencuentra, se identifica y se inmortaliza, ya no es Gómez Jattin, es un Poema. Después de este periodo sobra hablar del hombre que, mendigo o suicida, deja a un lado sus poemas y tranquilo se va por fin, con todo su desconsuelo y desasosiego, al fatal paraíso de su locura interminable, dejándonos para siempre sus poemas, su vida, su obra, reafirmando con ello la única verdad, la verdad de Pizarnik, la de Nerval, la de Rimbaud, la de Artaud y la de Karyotakis, la verdad de todos los poetas, la verdad de que “sólo queden quizás los versos tras nosotros”[3].
BIBLIOGRAFÍA
ANDERSON-IMBERT, Enrique. “Borges del escepticismo a la sofistería”. En: El realismo mágico y otros ensayos. Caracas: Monte Avila, 1992. BORGES, Jorge Luis. “La flor de Coleridge”. En: Obras completas. Buenos Aires: Emecé editores, 1974. ECHAVARRÍA, Rogelio. Quién es quién en la poesía colombiana. Bogotá: El Áncora, 1998. EMERSON, Ralph Waldo. Hombres simbólicos. Buenos Aires: Tor, 1946. ESCOBAR, Margarita. “Caligrafía de sombras”. En: Magazín El Espectador (Alejandra Pizarnik, ocultándose en el lenguaje). Bogotá, Número 462, 1 de marzo de 1992. p. 8. GARCÍA MAFFLA, Jaime. “André Bretón y la figura tradicional del poeta”. En: Magazín El Espectador. Bogotá, Número 670, 16 de marzo de 1976. p. 8-10. GÓMEZ JATTIN, Raúl y CARRANZA, María Mercedes. 10 escritores latinoamericanos y su tiempo. Registro sonoro. Bogotá: Fundalectura, Ministerio de Cultura, Philip Morris, HJCK, 2005. CD. 5. GÓMEZ JATTIN, Raúl. Amanecer en el Valle del Sinú: Antología poética. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2004. _________________. Esplendor de la mariposa. Cartagena: Blanco & Negro, 1993. _________________. La voz de Raúl Gómez Jattin [grabación sonora]. Bogotá: HJCK, 1999. _________________. Poesía: 1980-1989. Bogotá: Grupo Editorial Norma, 1995. GONZÁLEZ OCHOA, Fernando. Libro de los viajes o de las presencias. Medellín: Bedout, 1959. JÁUREGUI, Carlos. Tierra, muerte y locura: Lectura crítica de la obra de Raúl Gómez Jattin. West Virginia: West Virginia University, 1997. RAMÍREZ, Ignacio y TURRIAGO, Olga Cristina. “Yo no soy de un pueblo, soy de un patio” (Entrevista a Héctor Rojas Herazo). En: Magazín El Espectador. Bogotá, Número 354, 4 de febrero de 1990. p. 16-19. RIVERA, José Eustasio. La vorágine. Barcelona: Losada, 1973. ROCA, Juan Manuel. Cerrar la puerta. Muestra de poetas suicidas. Medellín: Hölderlin, 1993.
NOTAS
[1] El filósofo colombiano precursor de los grandes movimientos culturales de Colombia, entre ellos Mito, se le considera además el padrino intelectual del movimiento vanguardista denominado Nadaísmo. Es Fernando González Ochoa, quien en su tesis que opta por una filosofía de la intimidad y de la agonía en su Libro de los viajes o de las presencias da toda la base ideológica conceptual y filosófica de lo que es el Nadaísmo en sí, en una carta que le envía a Gonzalo Arango y que puede encontrarse en la tercera libreta del libro antes mencionado. [2] Con la anterior expresión se pretende recordar el aspecto universal que dan Valéry y Schopenhauer a todas las acciones humanas, cuya reflexión recaía en la argumentación de que los actos de un hombre le suceden a todos los hombres o, que la historia de un hombre es la historia universal, tal como cita Borges en la “Flor de Coleridge” de Otras Inquisiciones recordando a Valéry quien afirma que “todos los autores son un solo autor”; también Emerson en su libro Hombres simbólicos sentencia que: “Todo hombre es una serie de retazos de sus antepasados” (33). Esta noción panteísta se ve reflejada en otros autores como Whitman, Bradbury, entre otros. [3] El verso pertenece al poema “Posteridad” de Kostas Karyotakis, compilado en: Roca, Juan Manuel. Cerrar la puerta. Muestra de poetas suicidas. (1993: 98)