Empezaban los años ochenta, cientos de lanzaderas de misiles nucleares estaban listas para entrar en acción, Ronald Reagan lanzó la cruzada neoliberal que, más de tres décadas después nos ha arruinado a casi todos y ha dejado un mundo peor, los A-ha cantaban el Take on me y las hombreras, los fucsia y calentadores se multiplicaban como setas en otoño lluvioso. En el panorama literario de los Estados Unidos aparece un nuevo autor, Raymond Carver, con Principiantes o De qué hablamos cuando hablamos de amor, una colección de relatos cortos que hoy podemos disfrutar en papel o descargar en epub o pdf en cualquier portal de ebooks. Relatos de Carver que, pese a retratar el lado oscuro de lo humano, están enmarcados en historias entretenidas, que se siguen con extraño placer, algo que pocas veces se remarca para explicar el éxito de este autor norteamericano.
Primero de todo, quisiera hacer una recomendación acerca de los relatos de Carver, a parte de pedir que sean obligatorios en las escuelas, bares de fumetas, campos de balompié (por si el partido languidece en catenaccio), etc.: es mejor sorberlos, dar pequeños tragos de Carver. Leer un relato y respirar antes de continuar. Qué sé yo, leer un cuento de Raymond Carver y luego bajar a la calle e ir al súper, hablar con el del colmado, darse una vuelta por el barrio. Porque si uno lee de un tirón los relatos contenidos en libros magistrales como Principiantes, Vidas Cruzadas o Catedral se sufre el riesgo de acabar como uno de los personajes de Carver: alucinado, completamente colapsado, con un estado de ánimo parecido al de un ferroviario en una estación fantasma en la que ningún tren para.
Raymond Carver posee una rara virtud. Es cierto que sus relatos tienden a presentar el peor día en el peor mes de la vida de alguien y son, en general, relatos un tanto oscuros, extremos y hasta siniestros. Pero Carver rara vez se mueve de un escenario cotidiano. Cualquier situación que presente a uno le resulta familiar y te dices, “ah, ya sé de qué habla” o “yo esto lo he vivido”. Raymond Carver tiene el don de, a través de personajes grises en escenario normalísimos retratar el lado invisible de la condición humana. La escritora Ana María Moix, en un artículo del país, lo explicaba de este modo, haciendo referencia a los personajes carvianos: “Tienen algo en común: parece que hablen de sí mismos, de lo que han vivido, de lo que les rodea, de las cosas más simples del cotidiano vivir; pero, en realidad, nunca hablan de ellos, sino de nosotros.”
Catedral
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante. Parece una tontería - El lunes por la mañana. Ella le dio las gracias y volvió a su casa. El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó. El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre –que estaba sentada a su lado en el sofá diciendo: “Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?”, y pensando en llamar al médico de todos modos-, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim. Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas. Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios. —¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet. —Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también. Arlene asintió con la cabeza. Jim le guiñó un ojo. —Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito! —Así lo haré — respondió Arlene. —¡Divertíos! dijo Bill. —Por supuesto — dijo Jim.
Raymond Carver, relatos alucinados