Razonar el deseo

Publicado el 13 mayo 2014 por Elinfiernodebarbusse

«Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo pensaba: "Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto" y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a un hombre no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento.
Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones con María y siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.»

Releo estos días El túnel de Sábato (o Sabato, nunca lo supe bien) y confirmo lo que ya pensaba hace veinte años, cuando leí la obra por primera vez. Que es lúcida y enigmática. Que no ha terminado de decir todo lo que tenía que decir (usando la acertada expresión de Italo Calvino para referirse a los clásicos). Que habla de lo esencial, de lo que verdaderamente atañe al hombre en esta chispa de luz entre dos oscuridades que es nuestra vida.
¿Y qué es lo esencial? Paradójicamente, lo que no se puede expresar con palabras. Por eso Sábato se vale de lo fragmentario y de lo incierto, de lo anómalo y de lo subjetivo. Y se vale de un castellano penetrante y quirúrgico, préstamo de su racionalidad científica.
Razonar. He ahí la palabra. Razonar es lo que hace Castel. Hasta que el abismo le vence. Pero ¿se puede razonar lo que se siente, lo que se ansía? ¿Se puede razonar el deseo? ¿La inacabable, la agotadora tarea de aplacar el lacerante vacío con que nacemos?
Ay, Ernesto. Ernesto Sábato. Me quito el sombrero.
Imagen: Los amantes. Akseli Gallen-Kallela. 1917