No voy a referirme en esta entrada a los éxitos de “la Roja”, ni a los acuerdos que Rajoy se ha traído de Bruselas. La verdad es que si miramos a nuestro alrededor dan ganas de poner en la puerta el cartel de “cerrado por reformas” y abandonar el barco en busca de otro lugar bajo el sol. Tampoco voy a escribir sobre ese pensamiento positivo ingenuo que Bárbara Ehrenreich ha denunciado en su libro “Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo”. Esa corriente ideológica, que algunos han asociado de forma equivocada con la Psicología Positiva, y que tanto ha vendido en la última década y cuyo principio fundamental podría resumirse en la frase “Piensa en positivo y lo positivo vendrá a ti. Puedes tener cualquier cosa que desees si concentras tu mente en esa cosa”. El lector puede hacer la prueba y comprobar cómo dicha máxima tiende a no cumplirse en un porcentaje muy alto de ocasiones.
Lo que quiero comentar aquí es la abundante evidencia empírica que existe acerca de la relación entre el optimismo y la felicidad y la salud, y, sobre todo, las razones que pueden justificar esa conexión entre las emociones positivas y la salud. En 2008, Chida y Steptoe publicaron una exhaustiva revisión de setenta estudios que ponía de manifiesto cómo el bienestar psicológico estaba asociado con diversos indicadores de morbilidad y mortalidad. Es decir, las personas más felices presentaban mejores resultados de salud en una amplia variedad de medidas, desde los niveles de cortisol en sangre, hasta la longevidad, pasando por la probabilidad de pillar un resfriado.
El meollo de la cuestión está en las razones que explican esta correlación entre optimismo y salud, algo que la medicina tradicional se muestra reacia a aceptar al perseverar en el error de Descartes, consistente en la negación de la relación entre la mente y el cuerpo. Pues bien, Richard Davidson (2012) ha propuesto cuatro vías de influencia, acerca de las que ya se disponen de numerosos datos:
1) Una sensación de bienestar y alegría llevaría al sujeto a estilos de vida más saludables: dormir, amar, comer mejor y la práctica regular del ejercicio físico.
2) Las emociones positivas influirían positivamente sobre el sistema cardiovascular y hormonal. Esta influencia tendría lugar a través del sistema nervioso simpático, que controla nuestras respuestas de ataque o huida ante las amenazas. Al reducir la actividad del sistema simpático se reducirían el ritmo cardiaco y la presión arterial, así como los niveles de adrenalina en la sangre, aspectos todos ellos considerados indicadores de buena salud.
3) La tercera vía de influencia sería a través del sistema inmunológico, ya que los estudios han mostrado cómo las emociones positivas conllevan un aumento en sangre de la hormona de crecimiento, la oxitocina y la prolactina. Estas hormonas tienen la potencialidad de sensibilizar a los glóbulos blancos, reforzando la efectividad del sistema inmunitario a la hora de combatir las infecciones, y de reducir los efectos del estrés.
4) Por último, las emociones positivas podrían activar las fibras simpáticas cerebrales, que conectan el timo y los nodos linfáticos, lo que incrementaría la producción de células para el sistema inmunológico. Es decir, aunque pensar en positivo no es una fórmula mágica para resolver todos los problemas, sí es muy evidente que mantener una actitud optimista y positiva puede tener unos efectos muy favorables sobre nuestra salud, además de insuflarnos la energía necesaria para sobrellevar mejor estos momentos difíciles que estamos atravesando.