Ante todo quiero aclarar que las temporadas de rebajas me enferman, no soporto estar más de media hora recorriendo una tienda sin comenzar a sentirme, literalmente, asqueado, pero por alguna razón extraña (amor, tal vez) siempre acabo acompañando a mi mujer en esas dos semanas de correrías. No es tan grave, me convenzo. Sin ir más lejos, el año pasado no sólo la escolté, sino que me dejé atrapar por el furor adquisitivo. El último día de rebajas de invierno de Primark, tomé dos bolsas y comencé a llenarlas con objetos tan feos como inútiles. Contagiado por esa necesidad incontrolable de adueñarse de cada prenda que afectaba a todos los que se encontraban allí, agarré a una anciana que estaba probándose unas pantuflas de felpa y la arrojé adentro de una de las bolsas. Al llegar a la caja, el dependiente la pasó por el lector de código de barras y me indicó que costaba 5 libras. Me resultó un precio bastante razonable tratándose de una señora mayor, así que la compré. Se llama Claire, hace casi un año que la tenemos en casa, nos llevamos muy bien. Ella hace su vida y nosotros la nuestra, aunque por la tarde nos juntamos en la sala a comer bollos y a tomar el té, y los domingos salimos los tres a pasear por el Hyde Park. Todo parece estar en perfecta armonía, pero a mí ella no me engaña, más de una vez pude leer en el brillo de sus pupilas que nunca terminó de perdonarme por no haber comprado también las pantuflas de felpa.
Ante todo quiero aclarar que las temporadas de rebajas me enferman, no soporto estar más de media hora recorriendo una tienda sin comenzar a sentirme, literalmente, asqueado, pero por alguna razón extraña (amor, tal vez) siempre acabo acompañando a mi mujer en esas dos semanas de correrías. No es tan grave, me convenzo. Sin ir más lejos, el año pasado no sólo la escolté, sino que me dejé atrapar por el furor adquisitivo. El último día de rebajas de invierno de Primark, tomé dos bolsas y comencé a llenarlas con objetos tan feos como inútiles. Contagiado por esa necesidad incontrolable de adueñarse de cada prenda que afectaba a todos los que se encontraban allí, agarré a una anciana que estaba probándose unas pantuflas de felpa y la arrojé adentro de una de las bolsas. Al llegar a la caja, el dependiente la pasó por el lector de código de barras y me indicó que costaba 5 libras. Me resultó un precio bastante razonable tratándose de una señora mayor, así que la compré. Se llama Claire, hace casi un año que la tenemos en casa, nos llevamos muy bien. Ella hace su vida y nosotros la nuestra, aunque por la tarde nos juntamos en la sala a comer bollos y a tomar el té, y los domingos salimos los tres a pasear por el Hyde Park. Todo parece estar en perfecta armonía, pero a mí ella no me engaña, más de una vez pude leer en el brillo de sus pupilas que nunca terminó de perdonarme por no haber comprado también las pantuflas de felpa.