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Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Publicado el 19 septiembre 2022 por 39escalones
Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Una pequeña ciudad de provincias próxima a la frontera suiza es el ecosistema escogido por Claude Chabrol para su enésimo retrato, incisivo y ácido como es marca de la casa, acerca de las miserias e hipocresías de la clase burguesa francesa. El vehículo, una intriga de suspense de múltiples ramales con tributos hitchcockianos (a Psicosis, a La ventana indiscreta, a La sombra de una duda, a Pero… ¿quién mató a Harry?, tal vez los más evidentes), además de algún otro guiño al cine clásico (a Otto Preminger, por ejemplo), que permite a Chabrol zambullirse en aquello que más le interesa: el misterio de las apariencias, el secreto oculto tras los aires de respetabilidad y la preminencia social, la mugre barrida bajo la alfombra y los cadáveres durmientes en el armario o enterrados en el jardín de atrás. Una historia en la que nadie es retratado con complacencia ni indulgencia, tampoco los inocentes (si es que hay algún personaje que pueda considerarse así), ni mucho menos la policía, teórica defensora del inmaculado orden erigido sobre esos valores burgueses que, no obstante, no pueden disociarse de su particular carga siniestra por mucho que sumergirla constituya el primero de sus mandatos de clase.

Una glamurosa fiesta de cumpleaños sirve de prólogo y avanzadilla. En ella nos enteramos de que algunos miembros selectos de las fuerzas vivas locales, el notario Lavoisier (Michel Bouquet), el doctor Morasseau (Jean Topart) y el carnicero Filiol (Jean-Claude Bouillaud), tienen entre manos algún tipo de negocio turbio al que se refieren como «el asunto Cuno», el cual, sin embargo, parece contar con la oposición de la esposa de Morasseau (Josephine Chaplin) y de su amiga Anna (Caroline Cellier). Poco después, concluida la fiesta al amanecer no sin antes de que un joven rubio utilice una llave para dejar su sello personal en la carrocería de uno de los lujosos coches de los asistentes, sabemos que Louis Cuno (Lucas Belvaux) es el joven cartero del pueblo, y que vive con su madre impedida (Stéphane Audran), atrapada en su silla de ruedas, en una vieja casa de las afueras, una casa que, precisamente, es el objeto de interés inmobiliario de la sociedad formada por los tres próceres de la ciudad. En su empeño por hacerse con la propiedad, los socios utilizan medios legales (intentos frustrados de expropiación), presiones personales (ofertas de compra y realojamiento) y modos y maneras próximos a la extorsión (acoso, amenazas, pequeños hurtos y desperfectos), pero no logran salirse con la suya. Sus últimos esfuerzos «diplomáticos» coinciden en el tiempo con un hecho sorprendente: según su marido, la repentinamente ausente Delphine Morasseau ha partido a la vecina Basilea sin advertir de ello a nadie, ni siquiera a su estrecha amiga Anna, por tiempo indefinido. Por otro lado, las represalias del joven Cuno ante la insistencia de sus potenciales compradores le llevan a cometer una imprudencia de fatales consecuencias, cuya sombra planea sobre él durante el resto del metraje. Esta es la primera hebra de una red de mentiras y secretos que recorre la ciudad y afecta prácticamente a cada personaje, y que, ante las sospechas de crimen, viene a desenmarañar el inspector de policía Lavardin (Jean Poiret).

Y hay una buena cantidad de misterios que amenazan con entorpecer su labor: la naturaleza de las relaciones de dependencia mutua, casi (o sin casi) de extremos enfermizos, entre madame Cuno y su hijo (cuyas excéntricas aficiones compartidas incluyen, entre otras cosas, abrir las cartas dirigidas a la gente prominente de la ciudad antes de que lleguen a su destino); el extraño matrimonio Morasseau y su no menos rara ama de llaves; los múltiples y heterogéneos amores de Anna Foscarie; el misterioso amante, llamado «Tristán» (Jacques Frantz), de madame Morasseau; Henriette (Pauline Lafont), la joven empleada de Correos que desea al joven cartero; André, el barman (Albert Dray) que lleva el desayuno a domicilio a cierta persona; la aparición de un coche accidentado con un cadáver incinerado en su interior… E incluso el propio Lavardin, personaje nada plano, de métodos en exceso expeditivos y violentos para un policía pero de afinada inteligencia y aguda intuición, aficionado a los huevos fritos con pimentón y a saltarse el código ético y legal de su profesión, un personaje tan querido para Chabrol que gozaría de independencia y personalidad propia dentro de su obra cinematográfica.

Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Tres elementos formales destacan en el conjunto. En primer lugar, el trabajo de cámara de Chabrol, ese objetivo furtivo que, como algunos personajes, permanece al acecho, sigue, indaga, husmea tras los pasos de los personajes, a su espalda, por las ventanas, detrás de las cortinas, por las rendijas de las puertas. A través de ella, el espectador asiste a los acontecimientos como un elemento más del paisaje urbano, como un vecino que observa tranquilamente desde la protección de los visillos de su ventana. En segundo término, relacionado con la anterior, la atmósfera que Chabrol otorga a la ciudad. Un núcleo urbano de pequeño tamaño, sin llegar a ser un pueblo, al que los vacíos de calles y locales desiertos y los silencios, en particular durante la noche, confieren un aire de extrañamiento, casi de asfixiante claustrofobia a pesar de tratarse de un cúmulo de casas a cielo abierto, diseminadas entre la amplitud de arboledas, campos y jardines. Por último, unos diálogos que, como la propia estructura del guion, no se mueven en línea recta ni resultan concretos ni explícitos; su sinuosa construcción sobre la base de alusiones, insinuaciones, frases a medias, sobrentendidos e ironías, proporciona sin embargo un amplio prisma de perspectivas a partir de las cuales el espectador sigue la historia sin dificultad y con pleno conocimiento y percepción de cómo son cada uno de los personajes, qué quieren, cuáles son sus virtudes (los que las atesoran) y sus defectos (todos los tienen, y no menores). En particular, destaca el uso simbólico que Chabrol hace del espacio, ya sea la semivacía oficina de Correos, separada por una reja del público potencial (que casi nunca entra), la casa de los Cuno con sus tres niveles (primera planta, con el dormitorio de la madre; planta calle, con la cocina y el comedor; sótano, con su laboratorio personal en el que conservan los expedientes de la gente de la ciudad que tiene algo de interés); la frialdad acristalada del consultorio médico; el caótico taller de escultura de madame Morasseau; y el hecho de que el amplio jardín de su mansión esté sembrado de estatuas muertas, réplicas huecas de los aires clásicos, como los personajes de esa ciudad que viven todavía aspirando a mantener su capa de respetabilidad y distinción, y que cuentan con un protagonismo importante y elocuente en la resolución de, al menos, uno de los misterios principales. Aunque los personajes, empero, no son estatuas, sí ejercen como tales en el jardín de la burguesía francesa de mediados de los años ochenta, grandes extensiones verdes y algo descuidadas, devoradas por las malas hierbas y las malezas, cubiertas de hojas secas y cercadas por verjas oxidadas, en las que sobresalen aquí y allá figuras antaño blancas y suaves que hoy se muestran cubiertas de musgo, agrietadas, amputadas, inclinadas, caídas, destrozadas y, finalmente, vacías por dentro y contagiadas del salvajismo propio del entorno agreste que ha ido creciendo a su alrededor.


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