Fue precisamente en torno al mercado, una mañana de sábado, donde pude darme de bruces con una agradable, inesperada y suculenta sorpresa. En mi habitual café cortado de las dos de la tarde, me senté en la terraza de un pequeño bar, “El trocito del medio”. Nombre adecuado teniendo en cuenta las dimensiones del recinto. Es mi lugar acostumbrado donde finalizar las compras del sábado, ya que si bien el café no ofrece ningún tipo de incentivo especial, el servicio merece la pena. En esta ocasión, me entretenía con el menú de la casa, observando y comparando precios de las raciones ofrecidas. Y allí, escrito y perdido entre bravas a equis euros y esgarraet a equis más uno, encontré casi desapercibido un “pincho de tortilla” a dos ochenta. Decidí probarlo.
La tortilla tenía algo de misterioso que no alcanzaba a comprender. Después de darle muchas vueltas a la cabeza y mirarla por arriba y por abajo, por los lados, después de diseccionarla cuidadosamente, encontré el secreto que me dejó totalmente anonadado: la tortilla… ¡estaba recién hecha! No lo podía creer: en el momento en que la pedí “El trocito del medio” puso en marcha toda su maquinaria para trabajar esa deliciosa tortilla. Me parecía increíble que algo tan ritual y sagrado como hacer una tortilla de patata se pudiese resolver en unos pocos minutos. Sin embargo, "El trocito del medio" lo había hecho. Pero no todas mis dudas encontraron respuesta: no podría afirmar con toda exactitud que la patata estuviese frita de antemano, pero, ¿primero fríen la patata y después la mezclan con el huevo para pasarla por último por la sartén? O más bien, ¿fríen todo junto para ver qué pasa? Son respuestas que todavía no tengo, aunque más bien me decanto por la primera opción. Lo más seguro es que la patata ya esté frita desde por la mañana y sólo la junten con el huevo para dar el toque final.
No sé. Son demasiadas dudas que tengo que aclarar. Sin embargo, lo que sí puedo asegurar es que son estos momentos los que me hacen recobrar la fe en la tortilla valenciana.