Ayer tarde aterricé en El Dorado, el aeropuerto de Bogotá, tras diez días en Estados Unidos, concretamente en Nueva York y en Florida que fueron estupendos, sobre todo gracias a la gente tan estupenda que conocí.
Venía con nervios, y es que así, como quien no quiere la cosa, pues voy a empezar una nueva vida, otra vez más, en un nuevo país. He ido conociendo a muchos colombianos en los últimos días y ya me han dado una imagen muy positiva de lo que espero encontrarme en Bogotá.
Pero bueno, no es mi estilo lo de quejarme y de hecho, odio a los quejicas, así que vamos con lo positivo (es que mi hostal estaba congelado y no me duché y cuando una está sin duchar, todo se ve con peor humor). Por el momento, esta tarde voy a ver dos habitaciones que tienen buena pinta, no he hecho más que escuchar salsa y otros ritmos latinos desde que llegué, en cualquier lado y la gente parece muy amable. Admeás, en el lugar donde me compré el café esta mañana, conocí a un iluminado que me acabó confesando que el era el verdadero Rey de España, que era de la dinastía de los Habsburgo y que los Borbones le habían quitado la posición que él se merecía ostentar. No me digas, yo es que soy republicana.
Aunque la gente tiene una idea preconcebida bastante fea de Colombia (narcotráfico, delicuencia, robos o secuestros- todo perlitas, vamos), yo venía con una idea muy positiva. Fiesta, hombres que bailan, gente hospitalaria, comida rica, paisajes impresionantes y un acento muy bonito del español. Por ahora, he corroborado que cuando pides algo y te dicen “listo”, no quieren decir que vaya a ser ahora o ‘ahorita’, en realidad quieren decir que si eso ya lo harán dentro de un rato o que igual nunca vas a recibir respuesta a tu petición. Algo que ya me viene pasando en otros países pero a lo que no acabo de acostumbrarme. También he visto que en la calle, para hablar por teléfono, la gente suele usar teléfonos muy básicos, por eso de que aquí los teléfonos son un gran atractivo para los ladronzuelos.
Destaca la anécdota de mi primer contacto con el país. Al llegar al aeropuerto, al pasar la aduana. Yo iba con miedo porque no venía con un billete de salida del país tal y como se requería. Sin embargo, el policía, un chaval joven muy majete, sólo se dedicó a ligotear conmigo, ofrecerse a ser mi compañero de viajes al enterarse de que era viajera solitaria y se propuso como voluntario a enseñarme la ciudad. Todo de manera educada, como a mí me gusta. Mi respuesta fue: “nunca me había pasado esto en una aduana”. Porque, por ejemplo, a los policías de la frontera macedonia sí que les encanta tontear, pero nunca me pasó que fueran tan directos. Eso puede ser un indicio de que el país me acaba encantado o que acabe cogiéndoles manía a los hombres de aquí, ya iremos viendo.
Ahora me queda por descubrir cosas muy básicas cuando uno llega a un país totalmente nuevo, como si los precios que me van a decir son reales o debo aprendérmelos de memoria para que no me anden sacando dinero de más, o cuáles son los mejores lugares en los que comer, a qué tipo de personas se les puede dar confianza o no y cuáles son esas zonas de Bogotá que resultan peligrosas (esto me resulta un poco tedioso y es que hasta ahora nunca había vivido en un lugar inseguro, ni siquiera viajado) y saber si hay lugares donde den masajes a buen precio, información esencial.